Invenciones que no existen pero consuelan.
| Pablo Heras Alonso.
Hemos vivido rodeados o insertos en una cultura de creencias, católicas las más cercanas a nosotros, que ha sido, para muchos, segunda vida de su vida. Para otros, todo eso quedó arrumbado cuando llegaron a la convicción de la futilidad y falsedad de todo ello. No porque sea deducción de nuestro débil caletre, sino porque los máximos especialistas así nos lo indican y que, repensadas sus deducciones por cada uno de nosotros, las aceptamos como peculio propio. A ello nos referíamos ayer, con cinco “verdades” fundamentales en las que ya muy pocos creen.
Y citábamos: uno, que eso de “palabra de Dios” es falso; dos, los hechos milagrosos siempre son hechos normales demostrados o pendientes de demostración; tres, no hay pruebas racionales de que existan esos dioses que las religiones prescriben, y menos la Trinidad cristiana; cuatro, la experiencia o vivencia de Dios no tiene valor probatorio alguno de la existencia de divinidad alguna; cinco, lo de la creación es otro cuento que parte de falsos presupuestos y derivan en falsas conclusiones.
Siguiendo con la retahíla de más afirmaciones crédulas, nos referimos ahora al presupuesto de que hay VIDA TRAS LA MUERTE y LA INMORTALIDAD. Es una creencia fuerte y consolidada en todas las religiones que no es otra cosa que el invento imaginativo para que el instinto de supervivencia o simplemente, el miedo, puedan superar el enfrentamiento del hombre con la muerte. Cualquier variación sobre este asunto responde a ese temor ancestral a desaparecer y hundirse en la nada.
Los creyentes afirman que el alma, lo más importante del “compossitum homo”, no muere. Y siguiendo con más creencias sobre el “después” del paso por la Tierra, los católicos hablan de “los novísimos” (muerte, juicio, infierno y gloria); en consecuencia, deben afirmar y creer en la existencia de un “lugar” –llámese como se quiera—donde “residen” junto a Dios los bienaventurados; y en otro lugar o situación los proscritos.
Del sentimiento o de la imaginación del hecho de tener que morir, surge todo un tinglado descomunal formado por cielos habitados e infiernos a lo Dante; y caminos de perfección para poder ascender; y medios terrenales que las instituciones ofrecen; y hasta dioses que vienen en nuestro auxilio; y toda una historia lineal de salvación que conduce desde la aparición del hombre hasta el cataclismo apocalíptico… Inmenso arsenal como es descomunal el enredo burocrático e inmobiliario asociados al negocio de la salvación.
De nuevo el observador imparcial no puede por menos de exigir pruebas de tales afirmaciones. Y no existen tales pruebas que científicamente convenzan. De nuevo, el presupuesto racional de que no bastan los deseos para afirmar una realidad imposible de demostrar. Sólo cuando uno da de lado ese tinglado y se niega a creer que todo eso exista, es cuando cae en la cuenta en toda su magnitud y en toda su profundidad del enorme engaño al que las organizaciones religiosas han conducido a gentes sin suficiente sentido crítico.
¿Por qué las religiones se esfuerzan en hacernos creer que somos más de lo que somos? “Cuando contemplo el cielo”, que decía el salmista y luego Fray Luis: pues ahora más todavía. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?, sigue el salmo. Pues sí, ¿qué es nuestra vida cuando caemos en la cuenta de esos millones de años luz que rigen el cosmos, cuando nos informamos de la inmensidad del Universo, incluso cuando nos sentimos tan cerca del mundo animal que nos rodea?
Vivimos unos pocos años, no somos nada antes de nacer y desaparecemos sin dejar rastro; vivimos en un planeta insignificante dentro de esa Vía Láctea que admiramos por la noche y que es una entre miles de millones de galaxias; nuestra propia vida apenas si es útil para los demás durante muy poco años… ¿Y todavía algunos se creen “hijos de Dios” siendo apenas unos bichitos minúsculos en el Universo? ¿Además, sirve eso de algo?
Y seguimos pensando en otro asunto medular: ¡LA REDENCIÓN! Dice Paul Kurtz: “Encuentro que la creencia en un Dios redentor es incomprensible, incongruente, improbable e irracional”. ¡Qué cantidad de literatura se ha acumulado alrededor de este asunto! Todo para que, si uno piensa, no sepa qué es eso de redimir ni de qué lo tienen que redimir. Y en caso de que fuera necesaria tal redención, sólo se puede redimir, o sea, librar, exonerar, liberar y términos sinónimos, ¡uno mismo! Somos nosotros los que tenemos que salvarnos de lo que sea, sobre todo del sentimiento de no ser nada y del miedo a la desaparición.
En tal situación mental, muchos hay que se entregan a los brazos amorosos de Dios, más bien a las consoladoras palabras de los predicadores de turno, porque no hay ilación alguna entre Dios y la realidad. Dios viene a ser un pretexto, una balsa salvavidas o un escudo mental frente a lo que uno no puede controlar. En términos entre filosóficos y psicoanalíticos, Dios es “una armadura humana que nos protege del miedo existencial, una proyección de fantasías y necesidades humanas”.
Visto bajo otro punto de vista, tal postura no es sino una huida, a veces un rechazo de uno mismo a lo que no comprende ni controla, buscando un refugio en lo que él se imagina mundo transcendental, pero que al final se topa con mitos. Tenemos que ser conscientes de que sólo tenemos una vida, que esa vida es nuestra y que debemos sacarle el máximo partido, dentro de la responsabilidad que supone preservarla y gozar de ella.