"Perdona a tu pueblo, Señor".


por EMÉRITO AGUSTO.

Hace unos días, decidí ir a visitar a “mi curita” para cambiar impresiones. El despacho parroquial es adyacente al recinto eclesial, está situado justo al lado de la iglesia, tabique en medio, con puerta que comunica con el templo.

Al entrar en el despacho, aparte del característico olor a incienso y cera, percibí algo que me llamó la atención. Oía una melodía que me retrotrajo a tiempos pasados. Unas voces femeninas, con sonsonete contrito y apesadumbrado, entonaban el tradicional, nunca envejecido, cántico “Perdona a tu pueblo, Señor…”. Según informaciones posteriores, se estaba oficiando una de esas celebraciones penitenciales cuaresmales.

Tras un tiempo de silencio, en el que supuse tenía lugar una plática o reflexión, volví a escuchar otra inolvidable melodía, no menos doliente y quejumbrosa: “Perdón, oh Dios mío”. Y tras la siguiente pausa, un tercer canto: “Amante Jesús mío, ¡oh cuánto te ofendí!…”. Me extrañó que todavía, con los tiempos que corren, se corearan tales canciones, supuestamente pasadas de moda.

Y es que cada vez que escucho estos cánticos eclesiales se me remontan los pensamientos hasta no se sabe cuándo. Me vienen al recuerdo los variadísimos, aunque monotemáticos, cantos de penitencia de aquellas misiones cuaresmales de antaño. Se trataba de canciones netamente “populares”, como fruto de la espontaneidad, algo así como los eslóganes de las manifestaciones callejeras (excusen la comparación); se ignora si tienen autor conocido. Pero eso sí, gozaron de profundo raigambre en el sentimiento y sentimentalismo piadoso de los sencillos habitantes de cualquier lugarejo, villa o aldea. (1)
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(1) (Ahora me pregunto si la Sociedad General de Autores, la impenitente, inflexible e intransigente SGAE, no cobrará a la Iglesia el obligado impuesto, sobreimpuesto, por derechos de autor. Si así fuera, se estará forrando. ¡¡Con todas las músicas que se reproducen en las iglesias en las numerosísimas celebraciones dominicales ordinarias o en sesiones extraordinarias de bodas…!! Sería la ruina de la Institución. Aunque como son músicas celestiales… Justificad benévolamente este malicioso paréntesis, porfa)

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Mala hora- pensé- para departir con “mi curita”, pero propicia para evocar épocas ya relegadas al cofre de los recuerdos. Y no menos propicia para, en el compás de espera, poder “enmimismarme” en mis indiscretas especulaciones.

Y es que la cosa tiene bemoles (nunca mejor dicho, dada la tonalidad de las canciones).

No cabe duda de que la letra está elaborada con un propósito bien claro: Mover a penitencia y, al tiempo, inducir al temor; más bien., yo diría a la angustia.

“No estés eternamente enojado”… se repetía insistentemente. (¿Por qué tanta reiteración?) O sea, que Dios se coge un cabreo con sus pecadoras criaturas que le puede perdurar toda la eternidad. El Pueblo de Dios está convencidísimo de que Dios está enojadísimo; o, por lo menos eso es lo que le dicen y ellos corean sumisos. Digo yo que alguien habrá visto a Dios enojado o se lo ha comunicado el Altísimo de primera mano.

¿Es que Dios se puede encolerizar? Y como Dios está airado, hay que aplacar su ira, implorando, como confeso reo torturado, “perdón y clemencia; perdón y piedad”, porque al pecador la “maldad le pesa mil veces” (cuantía enfática, no numérica). Quien no perdonó a su hijo inocente, debe perdonar al pueblo culpable.

El sentimiento de culpa pertenece a la idiosincrasia del creyente. La doctrina de la Iglesia ha inducido a esta percepción. “Memento, homo/mulier, quia pulvis es et in pulverem reverteris”.El hombre es pecador. Desde su nacimiento. ¿Qué digo? Es concebido ya con la marca del pecado. “En pecado nací y en pecado me concibió mi madre”. Algo así como un “tatuaje invisible” que estigmatiza a la persona para toda la vida; y quizás para la eternidad porque Dios estaría enojado eternamente.

Recuerdo aquellas celebraciones de los viernes de Cuaresma tras el vía crucis. Salía el sacerdote de la sacristía revestido con capa pluvial morada o negra y se dirigía, acompañado de dos monaguillos con candelabros, al altar del Santo Cristo. La iluminación era lánguida: solamente las velas de los altares de la Iglesia; el silencio, estremecedor; el canto en latín, misterioso, y conmovedor el ambiente de penitencia. Arrodillados todos, el sacerdote entonaba el primer versículo de aquel impresionante salmo, el “Miserere”. Los cantores y pueblo, el segundo. Así iban se alternando todos los versículos del Miserere:

Miserere mei, Deus:… dele iniquitatem meam.
Quoniam iniquitatem meam ego cognosco: et peccatum meum contra me est semper.
Ecce enim in inquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea…


San Pablo dice que “la ley propicia el pecado”. Y por tanto, la trasgresión de la ley, además de la monstruosa ofensa a Dios, produce remordimientos de conciencia o, al menos, cierta desazón enojosa. “Reconozco mi culpa, mi pecado está siempre ante mí; cometí la maldad que aborreces”. Y algunos, con esta obsesión, viven en continua ansiedad y remordimiento de conciencia.

Se trata de un remordimiento amargo, que hunde muchas veces a la persona en estados auténticamente depresivos; es decir, la exacerbación de los sentimientos morales del deber, de la culpabilidad y del remordimiento. El sentimiento de culpabilidad se manifiesta por dos motivos: uno, la “sumisión a la ley”: mandamientos de Dios y de la Iglesia.; otro, el “miedo”: miedo a Dios, miedo al infierno, (o en su eufemismo, la “condenación eterna”).

La Iglesia, en sus ritos y oraciones, propicia este reconocimiento de culpabilidad. No hay más que observar, por ejemplo, y sirva sólo como ejemplo, el desarrollo de una misa. Desde el comienzo:
“Reconozcamos nuestros pecados”,
“Yo pecador... por mi culpa, por mi grandísima culpa”,
“Señor, ten piedad...”,
“Sangre derramada para el perdón de los pecados”,
“Te pedimos también por nosotros, pecadores...”,
“Padre nuestro, perdona nuestras ofensas...”,
“Señor, no soy digno...”

Lo cual desemboca en una cierta psicosis.

El caso es que esta psicosis se produce sólo en el tiempo de Cuaresma. Y se eleva a la enésima potencia en las celebraciones solemnes de Viernes Santo y, sobre todo, en las populares procesiones, donde el sentimentalismo y la sensiblería emotiva elevan este sentimiento a la categoría de melodrama.
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