Prospectiva católica.

La religión cristiana se distanció del resto de las religiones de su tiempo no tanto por la fábula de su fundador cuanto por la moral que predicó. Con la religión judía sucedió algo por el estilo, que se separó de las religiones de su tiempo, todas politeístas, predicando el monoteísmo. El dios de los judíos adquirirá diversas denominaciones: Yahvé, Elohim, Adonai, HaKadosh Baruch Hu, Adon Olam o Shejiná pero será un único dios. Había tenido su precedente en la reforma del faraón Amenofis IV, Akhenaton, instituyendo el monoteísmo solar con el dios Atón. Su reforma duró lo que su vida, porque la poderosa casta sacerdotal regresó al dios Amón y su cohorte politeísta.

Según parece, el monoteísmo liderado por Moisés procede de esa revolución egipcia, que abrazó el monoteísmo y a la muerte de Akhenaton los israelitas tuvieron que huir de Egipto. Pudiera ser. A partir de entonces, siglos XIII o XII antes de Cristo, la religión judía se ha mantenido firme en su credo, aunque las circunstancias políticas fueran adversas para el pueblo judío.

Al monoteísmo espiritual de los cristianos les sucedió lo mismo. No podían admitir los cultos coetáneos politeístas, lo que fue motivo primero de persecución, y se mantuvo en la creencia de un Padre único que vela por sus fieles y que impone el amor como norma de vida.

¿Por qué esa religión que ha predicado lo mismo durante veinte siglos revela en nuestros  días signos de decrepitud y decadencia? A pesar de la enorme cantidad de fieles que el catolicismo exhibe, es incontestable que entre los países más adelantados en política, economía y educación, el catolicismo está en franco retroceso. La prospectiva lleva directamente a la inanidad, a no representar nada en la vida de los pueblos.

No es imaginable pensar en desaparición, porque una sociedad de la magnitud burocrática e inmobiliaria como la religión católica tardará mucho en desfilar  y habitar en el invernadero donde reposan las religiones de Roma o Egipto. Quizá confía en emular a la religión judía, con sus cerca de cuarenta siglos de existencia, pero el meollo del problema para la religión católica es la desafección de las élites intelectuales primero y luego de las masas. El proceso ya lleva un recorrido de trescientos años.

En 1969 un joven teólogo alemán, Joseph Ratzinger, pronunció unas palabras proféticas:

La Iglesia se hará pequeña y tendrá que empezar de nuevo más o menos desde el principio… y el proceso será doloroso… …Pero, aunque más pequeña, la Iglesia del futuro habrá sido remodelada por los santos para convertirse en un faro para las personas que buscan respuesta a las preguntas de sentido, para las que el secularismo arrogante de estos tiempos oscuros no tendrá respuesta”.

En la primera afirmación acertó Ratzinger, no así en el asunto de los santos. Han  transcurrido casi sesenta años de aquellas palabras, la Iglesia ha iniciado lenta pero inexorablemente su descenso hacia la nada, pero en el horizonte eclesial no aparecen aquellos santos que en tiempos de crisis siempre supusieron un hálito de vida en la Iglesia.

La Iglesia se mantiene con lo de siempre y cunde el desánimo. Los templos vacíos, el pueblo sólo valora el templo como edificio, sólo se mantienen determinadas manifestaciones en procesiones y “pasos” o fiestas patronales, cada vez hay menos bautizos, los matrimonios civiles superan ya a los realizados en la iglesia; las encuestas dicen que cada vez son más los que se declaran ateos, agnósticos o indiferentes; incluso muchos todavía fieles practicantes dudan o no creen en dogmas fundamentales de la Iglesia; la penuria de sacerdotes lleva al cierre o desatención de parroquias, sobre todo rurales; las cifras de ordenandos  descienden de año en año y son numerosos los seminarios cerrados…  Se siguen celebrando ritos, pero suponen una conciencia de vacío en la fe de los anteriores creyentes fieles.  

Esta es la invectiva que algunos lanzan contra la Iglesia actual, el hacer primar cumplimiento de mandamientos rituales frente a adhesión al espíritu de Jesús. En el fondo de la desafección está la dicotomía fe frente a ritos. La Iglesia ha primado el cumplimiento de determinados actos de culto frente a lo que podría ser la verdadera fe, la unión con Jesús.  

Lo mismo que Ratzinger, otros han cavilado sobre esta crisis y han aportado su grano de arena para reedificar el edificio de la fe. Hemos deambulado por Internet y preguntado sobre las soluciones que se les ocurren a los próceres estrategas de la Iglesia para revertir esta deriva. Opiniones y sugerencias hay para todos los gustos, algunas un tanto extravagantes, porque prescinden de realidades y no quieren poner los pies en la tierra: confían en el Espíritu Santo que guía a la Iglesia y  se fían de las palabras evangélicas “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Voluntarismo confiado, eso sí, digno de toda estima, porque el poder de la oración todo lo consigue, dicen, pero a los ojos de los escépticos, remedio inútil.

Propugnan otros una reforma radical de la Iglesia. Exigen un profundo análisis para una reforma profunda pastoral, litúrgica, catequética, estructural, etc. que sólo mentes privilegiadas, quizá santos, podrán abordar, por el coraje que exige. Desde luego, el camino actual de mantener y conservar el legado recibido no conduce a ninguna parte.

El nuevo proceso debe ser misionero, dicen, es decir, volver a los primeros rasgos del cristianismo, cuando San Pablo y demás prosélitos se lanzaron a cambiar el mundo. Es decir, llegar al fondo de las personas, cambiar sus vivencias profundas y no buscar la mera “asistencia” a actos secularmente consolidados. Han de encontrar de nuevo a Jesús y su mensaje, novedoso tanto en los primeros tiempos como hoy.  ¿Quién  ata este cascabel al gato de la desafección?

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