Reflexiones sobre estadísticas.
Recojo datos de dos fuentes estadísticas sobre creencias y vivencias religiosas, “Electomanía” y “CIS 2022”. Al creyente, como individualidad creyente, poco le puede importar que haya muchos o pocos: su vida es su vida, que la vive de tal o cual modo… y allá cada cual con su fe.
| Pablo Heras Alonso.
A los extraños a la fe, la única consecuencia del aumento o disminución de creyentes puede ser la relación o influjo que ejerzan sobre el orden político y normas de convivencia; o el hecho de que detenten la propiedad de tantos bienes eclesiásticos, obras de arte, catedrales o templos, museos, etc. A su favor: las estadísticas dicen que el 98,4 % de la población respeta las creencias de los demás y no tiene problema alguno de relación con ellos.
¿Y qué decir del Estado? Debería ser irrelevante para la vida de los ciudadanos el hecho de que su Constitución diga o no que el Estado es “católico”, pero no lo es. En España se ha dado un trato preferente a la religión católica, con numerosas sinecuras a su favor, y durante siglos excluyente, por impedir el ejercicio de otros cultos y, menos, el proselitismo de religiones distintas.
LOS DATOS EXTRACTADOS:
Según el portal “Electomanía”, el 51,9 % se manifiesta no creyente; el 41,6 % se considera creyente y el resto, un 6,5 % no se pronuncia.
Según el CIS último, el 57% se dice católico, de los cuales un 19,6 % es, de algún modo, practicante y un 37 % no practicante. El 15% de la población se dice ateo y un 28 % agnóstico-indiferente. Respecto a la frecuencia o práctica de los ritos, dejando aparte asistencias ocasionales de bodas o funerales, el 13,4 % asiste regularmente, mientras que el 50 % no asiste nunca. Un 7%, ocasionalmente.
Los datos nos dejan indiferentes con relación a lo que pueda decirse de si España es o no es católica. Sería no decir nada, porque el hecho es algo inconcreto, volátil, indefinido: en España “hay” católicos, muchos; pero también hay “anti católicos”. Lo que sí importa destacar es el 13,4% de media respecto a la asistencia a los ritos, que son los que indican la prestancia o no de una religión.
En otros tiempos, los de nuestra infancia y juventud, la asistencia a la misa era general, sobre todo en los pueblos, porque las creencias se vivían y porque era compulsión social hacerlo. La sociedad ha cambiado tan radicalmente que las tornas han cambiado: quien asiste lo hace por convicción propia; no hay compulsión social, es más, la sociedad invita las más de las veces a no hacerlo.
Decayeron las pervivencias retrógradas que impelían a practicar lo que hoy ya no se siente. Aquella mixtura de lo sacro y lo profano condujo, primero, a la tiranía mental sobre moral, prácticas y costumbres y, segundo, a la acumulación de riqueza por parte de una casta, la religiosa. Y, como fuerza contraria, las reacciones funestas por parte de la plebe sojuzgada mentalmente y esquilmada, asesinando y, a la vez, destruyendo un patrimonio que era de todos. Hoy es impensable todo esto.
Hoy tenemos claro que la sociedad no es católica ni atea, son los individuos. Y tenemos claro que tanto el Estado como la Sociedad Religiosa se definen por sus fines, el uno a la consecución del bienestar económico y cultural y la otra al consuelo del espíritu. Pensar que un estado pueda definirse como católico es un contrasentido.
Algo que tiene claro la sociedad civil, no lo tiene la sociedad religiosa, porque vive en el contrasentido, que es a la vez un sinsentido, del que no puede escapar, de ser a la vez Estado y Religión.
¿En qué categoría se puede encuadrar el Estado Vaticano? ¿Cuáles son sus fines? ¿Por qué, cuándo y cómo se constituyó en “nación”? ¿Cómo afectan los protocolos o imperativos “nacionales” a su misión religiosa? ¿Cómo retornar a ser “sociedad religiosa”?