Cuándo cambié de papa.

Pío XII de mi niñez; Juan XXIII de mi primera juventud; Pablo VI apenas percibido; Juan Pablo I o el suspiro de 33 días remedo de los 33 años de su primer jefe; Juan Pablo II, el eterno presente; Benedicto XVI, el de morrillo fino; Francisco, quizá el del célebre dicho argentino (negocio: compra un argentino por lo que vale y véndelo por lo que él dice que vale). Demasiados papas y demasiado distintos aunque todos ellos semi dioses... hasta que llegamos a la edad de poner a cada uno en su sitio: al fin y al cabo, hombres como todos.
Píos XII --en nuestra percepción papa desde que comenzó el cristianismo hasta 1958-- era dios, así de simple. El papa era algo que te dicen que existe; alguien que nunca puede ser de este mundo. El nacional catolicismo español cooperó a su endiosamiento entre los fieles, más entre los que éramos niños. No se podía sentir otra cosa ni, lógicamente, nada podíamos saber de la difícil etapa que le tocó vivir. A pesar de lo que han dicho de él, la historia le ha encumbrado como político. Quizá no pudiera hacer más de lo que hizo.
Juan XXIII fue más dios todavía porque sus retratos, el único modo de conocer su persona, transmitían una imagen de bondad acorde con la que de Dios comenzaba a asomar por el horizonte teológico, más en España. Murió un lunes de Pentecostés, fiesta de San Juan del Monte en mi ciudad natal: se arriaron pancartas y banderas y todos regresaron a sus casas cariacontecidos. Yo me encontraba febril intentando superar una pertinaz gripe y embebido en memorizar las poesías de San Juan de la Cruz.
Pablo VI (papa entre 1963 y 1978) apareció como papa ausente, lejano, arcano, como la encarnación de un jeroglífico en forma de doctrina. Pero estuvo presente en las etapas más importantes de nuestra vida personal. Y siguió, como los anteriores, siendo dios. Se convirtió en doctrina venerada y no acatada, como transmisor del librote donde constaban los documentos del Concilio que él concluyó, y como firmante de su séptima encíclica, Humanae vitae, escrita con palabras del pasado. Eso de que “dos personas crean una nueva persona materialmente, mientras que Dios completa la creación mediante la adición del alma” era y es alimento demasiado grasiento para poder ser digerido. Había perdido el tren de la ciencia.
Su mirar era noble y digno. Su imagen bendiciendo al que le contemplaba estaba por doquier, de ahí que, como representante de dios que era, sabía siempre lo que uno estaba haciendo. Dicen que dijo cuando el papa Roncalli convocó el concilio: Este muchacho no sabe el nido de avispas que está despertando. Así fue hasta que otros pusieron la marcha atrás en el vehículo eclesial.
Todavía podríamos estar discutiendo si de los cuatro propósitos de “su” concilio se ha cumplido alguno y en qué grado lo han sido: mejor comprensión de la Iglesia católica, es decir, una definición más completa de su naturaleza y del papel del obispo; renovación de la Iglesia; restauración de la unidad de los cristianos; comienzo del diálogo con el mundo contemporáneo. Gestos en ese sentido hubo muchos. ¿Logros? Fue el mayor reformador de las estructuras internas de la Iglesia. De cara al mundo ajeno al Vaticano, mejor dejarlo en... En todos los sentidos, fue un infatigable obrero, un currante del estado vaticano.
Su sucesor, Juan Pablo I, apenas si se desprendió de su lírico nombre, Albino Luciani. ¿Qué quedó de él? Su permanente sonrisa, al más puro estilo italiano. Y quedó una sombra de duda sobre su prematura muerte, sin haber cumplido los 66 años. Eso importa poco: las reformas que pretendía más pronto o más tarde se harían. Quizá se haya puesto a ello el que es su más directo o similar sucesor, Francisco.
Y llegó en tromba Juan Pablo II como un paréntesis, largo paréntesis, de la Iglesia. De su figura humana trascendieron muchos aspectos, anécdotas más bien, gracias sobre todo al poder persuasivo de la televisión. De él supimos que antes de ser papa fue digno profesor, aunque luego no dio excesivas muestras de ello; de joven había actuado en obras de teatro y parece que le gustó el oficio, que continuó tras acceder al papado; nos impresionó su agria actitud de reconvención ante Leonardo Boff y el rechazo frontal a todo lo que oliera a comunismo, aunque nada tuviera que ver con esa lacra mundial. No es verdad, desde luego, pero ya el vulgo decía que “llenó los estadios pero vació las iglesias”.
Con él podemos decir que perdimos la virginidad conceptual. El papa pasó a ser muchas cosas, pero ya no fue dios. En muchos momentos lo vimos como un simpático abuelete, traído y llevado a voluntad de los cuariales. Fue un papa de “records” haciendo muy difícil que sus sucesores lo superen. No sólo sus viajes; fue sobre todo su actividad beatificante la que no dejaba de sorprender. Rebuscamos y nos dicen que beatificó a 1.340 (beatos en espera) y canonizó a 483 (santos en propiedad). La mayor parte de esos santos, sin trascendencia alguna: sirven a las congregaciones que pagaron elevadísimas sumas para tener uno propio. Esos santos, lógicamente, han correspondido.
Este papa ha vivido toda nuestra transformación conceptual y nos ha ayudado a ello. Con él han llegado a nuestras vidas los papas políticos, los papas líderes, los papas excursionistas y trotamundos (el turismo es consustancial a nuestro estado zapateril de bienestar). También los papas humanos (¡qué forma digna de sobrellevar su enfermedad!)... Pero desaparecieron los papas olímpicos, los papas divinizados con título de "su santidad".
Verdad es que nada tiene que ver nuestra propia evolución intelectual y subsiguiente decisión personal con su presencia en nuestras vidas. Pero podemos situar en su reinado nuestra propia secuencia vital. Se ha hecho uno de nosotros, turistas empedernidos, por no vivir ya en el Olimpo sino en un avión; asimismo hemos conocido su morada sobradamente palaciega en las diversas visitas a Roma, gracias a algún que otro “monignore enchufante”; sin estar presentes en ellos, hemos presenciado sus festivales liderísticos; ciertos documentos nos han mostrado su vuelta al papado del pasado (¿qué otra cosa podía hacer, presionado como estaba por su sino y por su entorno?)… Y si nos descuidamos un poco, nos incluye en la lista de beatos.
Por cierto, nunca dejaremos de poner Roma, el Vaticano, como “ciudad de destino” obligado(lectura sugerida de A.Toynbee) para luego poder morir con dignidad. Merece una visita prolongada… pero puede engendrar el mismo trastorno que causó a Lutero. Visitar la imprescindible Santa Maria del Popolo, lugar donde Lutero celebró misa –eso dicen los guías— impresiona.
Dos exabruptos de sendos romanos ácratas me dejaron pensativo: “…a vedere questo figlio della putana?” (¡por el Papa!) y “ci sono tante chiese!” (por la superabundancia y profusión insultante de iglesias en Roma).
Restan dos, pero dejaremos los dos papas vivos que sigan viviendo. Merecen un respeto.