La convicción del sacerdote.

Dejando aparte la grosera convicción de los milagros, la medicina moderna admite que un enfermo pueda curar por la palabra de un chamán, de un curandero, de un sacerdote o incluso de un obispo (esto último ya es más difícil, pero puede ser). Son fenómenos extraños de curación que parecen rozar el milagro, pero que pueden admitir una explicación biológica.

La palabra, pues, como elemento terapéutico. Al hilo de esta cuestión que merece investigaciones más profundas, lo que traemos a la consideración de quien quiera pensarlo, es la sospecha de si esos predicadores de lo sacro, aunque se erijan en profetas de la revelación y anunciadores del Reino, incluso vehículo de “salvación” sanitaria, creen lo que predican.

Decimos esto porque con mucha frecuencia, y refiriéndonos a otras profesiones,  los que infravaloran su propia profesión o la reducen o menos creen en ella son los mismos profesionales: los abogados son los que menos creen en la justicia justa, obligados como están a servirse de las leyes; los médicos curan, sí, pero son conscientes de que no es oro todo lo que reluce; los artistas, bailarines, cantantes  son los que mejor ven los fallos reales de sus colegas; los políticos de renombre y militares plagados de condecoraciones sienten los puyazos más acerbos de sus propios correligionarios...  

¿Y los sacerdotes? ¿Creen lo que predican o sólo son administradores impersonales de la gracia? Recordemos que un sacramento “funciona” ex opere operatoy por lo mismo la actitud personal del obrero de lo sacro importa poco. ¿O quizá por eso puedan llegar a la conclusión de que el negocio de la salvación se lo ponen demasiado fácil a los crédulos? Es impensable que no termine de alguna manera quemado el que a diario está jugando con fuego, por más que sea fuego divino o fuego de la gracia.

Justifican su labor pensando que los fieles estarían o se sentirían peor sin esos  actos de culto. O quizá como oíamos de pequeños: “Anda, vete a misa que por lo menos eso no te hace daño”. Creo, también, que lo que cree un sacerdote es bastante distinto de lo que cree un simple fiel bueno y cumplidor: la fe de éste es más pura. La del preste, por ser más teologal, es más racional y por lo tanto más proclive a la dubitación.

El sacerdote vive en la esquizofrenia del sistema, conoce y lleva a la práctica bien su oficio, vive inmerso en el “santo cinismo”, finge que lo que hace y dice, tiene una profundidad insondable y está convencido “de dentellón”, como decía mi abuela, de que así ayuda mejor al fiel crédulo. Pues igual eso es mejor, vaya Ud. a saber. La asepsia o ataraxia del cirujano.

Otra variante de lo que puede creer un sacerdote es el liderazgo. Es evidente que los fundadores de sectas, congregaciones o movimientos, todos, se lo llegan a creer. Pero también un escondido párroco hace ejercicio de tal liderazgo desde el momento en que toda una congregación de fieles, durante todos los domingos del año, presta oídos a sus palabras. Si a eso pueden aportar don de gentes, facilidad de palabra, encanto personal, verse rodeado continuamente de féminas ansiosas de doctrina y de sonrisas, ¿cómo no sentirse enviado de dios, líder? Eso sí, harán ejercicios de humildad con la boca pequeña: “Señor yo no soy digno...”

Para no herir susceptibilidades cercanas, citemos un caso de máximo cinismo sacerdotal –o de perversión o de estafa o de delito— en el personaje fundador del credo mormón: utilizó su “revelación” para erigirse en adalid, con el sano propósito de que le entregaran los peculios y para gozar como un poseso de cualquier mujer de su congregación. ¿Caso único? Ni mucho menos. También los hay, aunque lógicamente solapados y escondidos, entre las filas católicas que se prevalen de su rango superior para dar cumplimiento a sus necesidades. La endogamia del mundo en que se mueven puede hacer el resto.

Es el caso tan de actualidad del canónigo emérito valenciano don Francisco, entregado a tareas de apoyo, cuidado y atención de jóvenes socialmente excluidos o vulnerables, cosa que le había granjeado la estima de cuantos le conocían. La opinión escrita le acusa de lo que le acusa, y yo digo que eso está por demostrar. Sin embargo su labor social era conocida y reconocida.

La cuestión que aquí subyace, en Joseph Smith, fundador, en Francisco o en Juan Pérez, obispo,  es si en el proceso llegan a convencerse de que son personajes realmente elegidos por Dios. Porque lo mismo que la función crea el órgano, también aquí el ejercicio puede generar convicción.

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