Los documentos sobre Jesús que nada dicen.
| Pablo HERAS ALONSO
Por supuesto que si se pregunta a un creyente por el Jesús de los Evangelios, si existió o no, el tal creyente le mirará a uno con estupor, cuando no con una agresividad que sólo perdona la vida al inquirente por el precepto supremo de “no matarás”. Jesús fue un personaje real, histórico, por supuesto y quien lo dude –Trento dixit-- “anathema sit”.
Lo fue, sí, aunque en su fuero pío, en sus oraciones, en sus ritos, en sus plegarias y demás parafernalia crédula ese Jesús hormonado y a veces guiado por instintos –como cualquier individuo-- brilla por su ausencia. Para unos Jesús es el compañero invisible que camina a nuestro lado para consolarnos; el señor al que someterse para otros; el dios al que adorar; el sacramento que le oculta pero que está ahí; el amigo que no falla…
Hay otros estudiosos que prescinden tanto de tópicos populares como de panegíricos piadosos y se acercan a su figura con el escalpelo de la ciencia, con los rigores metodológicos usados para hacer historias, de igual modo que tratarían de encontrar algo novedoso y riguroso sobre Filipo de Macedonia, sobre su hijo Alejandro, sobre Amílcar Barca o sobre la decadencia vital de Napoleón en Santa Elena.
Y rebuscan en escritos, tumbas, monedas, inscripciones, testimonios epigráficos, leyendas, incluso grafiti. Cualquier dato sirve. Revuelven todo como alquimistas de la verdad y van destilando certezas y desechando gangas. Quizá no lleguen a la suprema hornada que da con el deseado oro, pero el solo esfuerzo por encontrar la verdad, ya sería suficiente mérito de su quehacer. Entre otras cosas porque han desechado vías cegadas.
No otra cosa sucede cuando alguien trata de saber algo más sobre Jesús y cuando trata de obtener datos ciertos y verdades sobre alguien que tanto ha influido en la historia de la humanidad. ¿Y qué es lo que maneja el historiador cuando hinca los dientes en la figura de Jesús de Nazaret prescindiendo de los ropajes añadidos a lo largo de los siglos y que el olfato mismo desecha porque atufan fabulación, superstición, epopeya o simplemente quimeras?
Un ejemplo de algo a desechar en tal investigación: si su educación no se lo prohibiera, soltaría la carcajada a las puertas de la iglesia cristiana de Belén, de la basílica de la Natividad y el Campo de los Pastores, ante la poterna del Santo Sepulcro, ante la iglesia franciscana del monte Tabor o las iglesias de Caná o la basílica de la Anunciación en Nazaret. Ni por asomo se le ocurrirá investigar en tales o cuales lugares que hieden a cuento. Un cuento, por cierto, sustancioso.
Las fuentes sobre Jesús son todas escritas. No hay más cera que la que arde. Se pueden distinguir entre las propias del cristianismo y las ajenas. A su vez las propias son o canónicas o apócrifas. Por supuesto que el investigador aséptico debería dar mayor asentimiento a las fuentes que el cristianismo considera como fiables y dar de lado las apócrifas. Pero resulta que esas llamadas canónicas adolecen tanto o más de verosimilitud como las apócrifas. De hecho, durante muchos años, decenios podríamos decir, tan “confiables” eran para ellos unas como otras.
Los documentos más antiguos sobre Jesús pertenecen a un judío de la Diáspora, Pablo de Tarso, escritos a mitad del siglo primero: I Tesalonicenses, Romanos, Gálatas, I y II Corintios, Filipenses y Filemón. Mucho se podría decir, pero no es momento.
Por el tiempo de redacción, vendrían a continuación los Evangelios, que, aparte de su contenido destinado a convencer, son poco fiables por la cantidad de hechos inverosímiles y por los anacronismos que contienen. Además, el desajuste temporal respecto a los hechos que describen añade un elemento más de circunspección. Estudios profundos hay respecto a lo fiable y a lo desechable como fuente histórica. Prima en ellos más la leyenda que el rigor.
A la par que tales evangelios canónicos, se sabe de la existencia de no menos de cincuenta evangelios. Unos, recopilatorios de sentencias de Jesús; otros con dichos de Jesús y hechos. Entre ellos el Evangelio de Tomás; también los evangelios judeocristianos, de los ebionitas, de los nazoreos; el evangelio de Pedro; el evangelio “Egerton”, etc.
Entre las fuentes externas que pretenden erigir los estudiosos creyentes como fundamento de la historicidad de Jesús la más llamativa es la de Flavio Josefo, “testimonium Flavianum”, con dos referencias a Jesús en “Antigüedades judías”, textos unánimemente reconocidos como adulterados. Entre las fuentes romanas está la carta de Plinio el Joven a Trajano, donde se cita a Cristo tres veces. Cornelio Tácito, Annales, habla de Cristo, ejecutado bajo el mandato de Tiberio, refiriéndose a la acusación de incendiarios hecha por Nerón contra ellos. Escribe Tácito: “…el vulgo llamaba “chrestianos”. Deben su origen a Cristo… ... superstición abominable… donde todas las atrocidades y horrores del mundo confluyen y encuentran eco”. Poco o nada aporta Tácito. La tercera fuente romana es una breve cita de Cayo Suetonio (Vita Claudii): “A los judíos que, a instigación de Cresto, causaban constantes desórdenes, los expulsó de Roma”.
Ya es significativo que los tres historiadores hablen de Cristo y no de Jesús. Pero, además, se nos ocurre preguntar por la razón por la que los tres se refieran a desórdenes provocados por los cristianos si sabemos hoy que eran pacíficos, mansos, solidarios e inofensivos. Al menos eso proclaman cuantos predican la necesidad de volver a los orígenes: “Ved cómo se aman”.
Otras fuentes. Una carta en siríaco de Mara bar Sarapion donde dice: ¿De qué sirvió a los judíos dar muerte a su sabio rey, si después se han visto despojados de su reino? El escritor cristiano Julio Africano del siglo I habla de un cronista samaritano llamado Thallos que interpretó las tinieblas ocurridas a la muerte de Jesús como un eclipse. Luciano de Samosata, del siglo II, habla de Jesús de modo sarcástico como el “sofista crucificado” fundador de una nueva religión cuyos secuaces lo adoran y viven según sus leyes.
A fin de cuentas, el que quiera saber algo de Jesús tiene que acudir a escritos cristianos, tratando de deducir, inferir, desechar y comparar, dado que nada serio y directo refieren. Cualquier creyente piadoso se debería preguntar por qué un personaje tan bueno y sobre todo tan curandero, tan hacedor de milagros, no tuvo, al menos, una estatua en Roma. O siquiera una ficha en el Ministerio de Religiones.