¿No es lo mismo “Tradición” que “Historia”?

Volvemos de nuevo a nuestro “vademécum” Historia de la Iglesia Católica, la escrita por los jesuitas Llorca et alii, Ed. BAC donde encontramos suculentos y maravillosos testimonios de cómo el Espíritu Santo la ha guiado por camino recto, bien que sus miembros más preclaros trataran de conducirla por sendas desviadas y torcidas. Sin comentarios la ironía.
A decir verdad no entendemos muy bien cómo, después del inmenso sacrificio de llevar a la muerte a su Hijo, pudo Dios plegarse o ser vencido por el hombre en esta lucha del bien contra el mal donde dos fuerzas encontradas, el Evangelio y la Iglesia, la religión y el Estado Vaticano, el espíritu y el cuerpo, el deseo y la realidad trataban de imponer su pauta de conducta a los hombres... con hechos que las personas normales, no las crédulas, siempre han calificado de malvados.
Fueron muchos los siglos aquellos en que la Iglesia, como institución político-social, trataba de encontrar su sitio entre las naciones del mundo. Siglos en que no sabía cómo conjugar “mi reino no es de este mundo” con los instintos que el Dios soberano había inoculado a los hombres… porque nunca ha olvidado la Iglesia que por más ropajes con que adornara a sus rectores –desde monaguillos a papa—ahí debajo latía el corazón de un humano, siempre inclinado a dar satisfacción a sus pasiones más poderosas.
Ningún siglo en que la Iglesia ha encarnado el mayor poder político que pensarse pueda, se ha visto libre de los más detestables quebrantamientos del espíritu evangélico. ¡Y han sido muchos! En todos ellos vemos cómo los papas tratan por todos los medios de erigirse en señores de este mundo, árbitros de lo divino y de lo humano, siendo lo primero pretexto para lo segundo.
Cualquiera que lea la historia “humana” de la Iglesia se preguntará si a “eso” se le puede llamar Iglesia, religión, sociedad espiritual o Cuerpo Místico de Cristo. Argüirán los que todo lo dispensan y absuelven, que una cosa es la Iglesia espiritual y otra la que se incardina en el mundo; que una cosa son sus miembros, humanos con todas sus inclinaciones e instintos y otra el “cuerpo místico” que se nutre de la savia de Cristo… No deja de ser esta argumentación una falacia que hace distingos donde no puede haberlos y con los que pretenden exonerar de culpa a ese monumental engendro que tiene su sede en un reino de este mundo, el Vaticano. El que se quiere engañar encuentra argumentos hasta debajo de las piedras.
A mediados del siglo X la Iglesia ya era una institución que dominaba todos los ámbitos de la vida, de la geografía y del pensamiento. Era realmente universal, bien que dentro de un universo un tanto reducido, limitado por las fronteras de lo que fue el Imperio Romano.
Uno de los papas que más juego histórico dio en ese tiempo fue Juan XII, aunque tuvo la “desgracia” de tener que convivir y confraternizar con alguien más poderoso que él: Otón I, recientemente elegido emperador. En un rutilante ceremonial muy acorde con el más puro espíritu evangélico y al que nuestros historiadores dedican tres páginas, coronó a Otón I en la primitiva basílica de San Pedro (2 de febrero de 962). El apoyo del Papa al Emperador y que el status de Italia quedara tal cual habían tratado, desde luego no podía ser gratuito y así, el día 13 firman un tratado por el que el emperador garantizaba los dominios papales a la vez que se comprometía a defenderlos. A su vez el Emperador seguiría manteniendo sus posesiones en Italia.
Animado por el mismo espíritu evangélico, a poco de salir Otón de Roma para someter a Berengario, que se había alzado contra él en el N de Italia, Juan XII se puso en contacto con los reyes y señores feudales italianos vasallos de Otón e incluso con los bárbaros húngaros para que se desligaran del Emperador y reconocieran el imperio “espiritual” del Papa.
La ausencia de Roma no impidió al Emperador saber de los manejos de Juan XII y allí regresó con no buenas intenciones. A la par que entraba el Emperador por una puerta, el Papa salía por la otra, hacia Tívoli. Haciendo públicas las virtudes de dicho Papa, el sínodo que convocó Otón I lógicamente juzgó y depuso a este papa indigno, nombrando en su lugar a otro, ¡un laico! de profesión protoscriniario (superintendente de las escuelas públicas) que tomó por nombre León VIII. En dos días le confirieron todas las órdenes sagradas.
Juan XII, papa, era un dechado de virtudes, según refiere Liutprando (al que no dan mucho crédito nuestros historiadores de referencia, dado que estaba más ligado a los intereses del emperador Otón I que al papado). Copiamos lo que Liutprando refiere de las acusaciones vertidas en el juicio al que fue sometido por el sínodo romano:
Celebrar misa sin comunión; ordenar a destiempo y en una cuadra de caballos; consagrar simoniacamente a algunos obispos, y a uno a la edad de diez años; hacer de su palacio un lupanar a fuerza de adulterios; dedicarse a la caza; haber cometido la castración y asesinato de un cardenal; haber producido incendios, armado de espada y yelmo; beber vino a la salud del diablo; invocar en el juego a dioses paganos; no celebrar maitines ni horas canónicas; no hacer la señal de la cruz". Todo un «Pastor Angelicus». Según el monje Liutprando, muy partidario de Otón I, el Pontífice «murió sin recibir los sacramentos y herido por la mano del diablo»