.La religión, fruto y sustento de la ignorancia.

Leo las estadísticas de la Iglesia Católica, la más numerosa de las religiones: 1.360 millones en 2020 bautizados, de un total de 7.700 millones que habitan la Tierra. Abruma este número, pero las cifras no deben confundir, porque una cosa es estar bautizado y otra conocer, practicar los ritos, ser consecuentes en la vida diaria, entender y aceptar las enseñanzas, defender la fe, etc.

Algo similar podemos decir del número de los “elegidos”: 5.363 obispos; 410.219 sacerdotes; 50.569 religiosos no sacerdotes; 619.546 monjas; 111.865 seminaristas en 2020. Sintomáticos los porcentajes respecto al total de bautizados, pero incluso la vivencia de la fe puede estar muy en cuestión entre los llamados y escogidos.

Respecto a quienes sí viven su fe, dirán que ellos son muy estudiosos, que tienen carrera universitaria y son creyentes piadosos; hablarán  de grandes pensadores y teólogos, de grandes tratadistas de la fe; esgrimirán grandes colecciones y bibliotecas ingentes de arte, literatura y cultura... Dirán lo que quieran, pero afirmamos con rotundidad que la religión sólo crece en la tierra de la incultura y con el abono de la ignorancia. Extendemos el aserto al resto de religiones de la tierra.

Sus “sabios” seguirán girando siempre en torno a la misma noria, encandilados con el conglomerado de las vísceras de la espiritualidad, teniendo un suelo millonario en fieles y milenario en años, pero enlosado por gentes sin cultura.

La religión es a la cultura y a la ciencia como la infancia es al desarrollo de la personalidad. En ambos terrenos surge propicia la credulidad: tanto en la religión como en la infancia los credos –los cuentos-- sirven a la imaginación,  al desarrollo del sentimiento, al consuelo, a la visceralidad, a la emotividad... Tienen su vigencia y su porqué.

La religión es la infancia de los pueblos. Y hay muchos que prefieren seguir siendo niños toda su vida. En muchos aspectos, su personalidad no ha crecido, ha seguido siendo “infante”, que, como tal nombre indica, no llega todavía a hablar. Porque hablar es eso, preguntarse por la verdad intrínseca de cualquiera de sus credos.

Ignorancia, incluso buscada y de la que se glorían, a pesar de sus monumentales tratados. De Tomás de Aquino es la frase “soy hombre de un solo libro”. Y se dedicó a marear la perdiz toda su vida. Y eso que aplicó la razón al credo. Pero la razón que busca, que investiga, que discute, que se pregunta a sí misma...  es la gran ramera, en palabras de Martín Lutero (“La razón es la ramera del diablo, que no sabe hacer más que calumniar y perjudicar cualquier cosa que Dios diga o haga”). “Sacrificamos el intelecto a Dios”, decía Ignacio de Loyola. Curiosamente es el mismo intelecto, la misma razón,  que les sirvió a ellos para desarrollar la Escolástica, para desmenuzar y  destripar las “grandes verdades” de la fe y seguir mamando de la teta de Universidades y Colegios.

Hoy la fe está a la defensiva. Ya no puede aguantar en pie ni un segundo en su confrontación con la razón. Por eso busca otros cobijos o emigra a otras tierras. Ese mismo Tomás de Aquino moriría de anoxia en nuestro mundo. Dígase lo mismo de otros ámbitos, por ejemplo del judaísmo: no hay sustrato para el cordobés emigrado a Egipto Maimónides ni para que florezcan “Guías de descarriados”.

Y si los citados pasaban por ser “sabios” y junto a otros son los que permanecen en la memoria, dado que permanecen sus escritos, nosotros que desde los seis años ya al menos sabemos leer, no nos podemos hacer idea de la supina y abismal ignorancia en que vivía sumida la gran masa de población de esos tiempos. Ignorancia que llevaba consigo temores y terrores sobrevenidos o inducidos.  

Pero hoy nos parecería digno de condena el hecho de que, de la ignorancia de esos “sabios”, surgieran valores, conceptos, preceptos y normas morales impuestos por la institución que se servía de ellos, la Iglesia: verdades axiomáticas, principios. De conceptos falsos derivan necesariamente prácticas aberrantes.

La xenofobia de los judíos hacia otros pueblos hermanos se alimentó de frases como “[respecto a]...los pueblos turcos, negros y nómadas... su naturaleza es como la de las bestias privadas de habla” (Maimónides). Tomás de Aquino, que era proclive también a la astrología, enseñó que en cada espermatozoide individual estaba contenido el núcleo de un ser humano. De ahí el control de la natalidad, la continencia sexual, el no al aborto terapéutico y demás enseñanzas morales de la Iglesia.

El gran literato Agustín de Hipona, henchido de egocentrismo e ignorante compulsivo, entre muchísimas “enseñanzas” que por su verborrea quedaban confirmadas, fue el que inventó el famoso “limbo”, propiciando con ello los bautismos neonatales y cargándose la libertad de decisión del infante, pero a la vez introduciendo la angustia en millones de padres católicos por la suerte de sus hijos. 

¿Y Lutero? ¿No conocemos de él el terror enfermizo hacia los demonios? ¿No decía que los enfermos mentales eran producto del diablo? ¿Y Mahoma, lo mismo que Jesús, no decía que por el desierto pululan espíritus malignos? Él los llamaba “djinns”.

Las citas temerarias que la ignorancia procura, podrían aglutinar toda una Summa Antológica de Barbaridades Científicas. Responden a un hecho bien simple: la humanidad ha pasado por periodos pre e históricos en los que nadie tenía la menor idea de lo que sucedía. De ese periodo es de donde surge la religión. Lo grave es que la estulticia de los presentes, mantenga ese subproducto de la ignorancia, la religión, por motivos de lo más variopinto, aunque en tales motivos sigue subyacente el más elemental de todos, el no querer pensar, el no querer hacer crítica de lo que se cree, en definitiva, LA IGNORANCIA.

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