La religión pervivencia de la infancia.


Con mucha frecuencia apelan los creyentes al argumento “vitalista” y “experiencial” (que no experimental) de su vivencia de Dios para dar por descontado que Dios, Jesús y toda la corte celestial son un hecho incontrovertible e indiscutible.

“Sienten” a Dios dentro de sí y eso les basta para dar por sentada su realidad existencial. Por más intensa que sea tal vivencia, es de suponer que ellos mismos, si piensan, se darán cuenta de la endeblez de su argumentación, de que el sentimiento de algo no puede ser base para la evidencia y realidad del contenido de lo sentido. Pero les sirve de argumento "incontestable" frente al cual nadie puede decir nada.

Cierto que a quienes así piensan y sienten, eso les sirve, pero, insistimos, se darán cuenta de que su experiencia es, primero, indelegable y, segundo, no puede ser fuente universal de demostración. Su experiencia es suya sin que se pueda decir que es la misma que la de otro creyente.

Esta vivencia de Dios se parece en muchos aspectos a la vivencia que se tiene de un amigo imaginado e imaginario. Vivencia, a fin de cuentas, infantil o superviviente de etapas infantiles; incluso de etapas adolescentes y juveniles, cuando el padre o la madre dan paso al amigo íntimo.

Con ese amigo íntimo –que puede ser Jesusito de mi vida o madre mía Virgen pura— se puede hablar en todo momento; es al que se puede acudir siempre; es el que infunde la fuerza que supera las dificultades; es aquel al que se ofrecen los pequeños o grandes sacrificios; es, en fin, el amigo que siempre está ahí, en la necesidad o en la simple compañía. Es compañero y confidente; sostén y fuente de energía.

Yo no recuerdo haber tenido un “compañero” imaginado en la infancia pero sí recuerdo cómo en la adolescencia me fueron inoculando en mi interior ese amigo “necesario” que era Jesús, al que se podía hablar como a un amigo y el que siempre estaba dispuesto no sólo a escucharnos sino incluso a perdonarnos. Y por supuesto, supongo que lo mismo podrán decir cuantos han frecuentado colegios regidos por religiosos.

¡Claro que ese personaje nos hablaba! Repetía en nuestro interior todo lo que aquellos buenos guías, instructores, consejeros y educadores nos decían, añadiendo todo lo que la propia conciencia nos decía. Y ciertamente que servía de consuelo real y de consejero oportuno.

Dice un psiquiatra respecto a este amigo que, en la forma que sea, llevamos dentro de nosotros:
“...los amigos imaginarios –y los dioses imaginarios—tienen el tiempo y la paciencia de dedicar su atención al que sufre. Y son mucho más baratos que los psiquiatras o los consejeros profesionales”.

Resulta curioso que ese personaje al que hablamos en la infancia, la adolescencia o la juventud, no suele desaparecer de nuestra mente con el tiempo y con la maduración personal: crece y queda más arraigado en el pensamiento cuanto más tiempo pasa.

No deja de ser esto una variación más del fenómeno que en psicología se denomina “paidomorfismo”, que es imitación o reproducción en la vida adulta de pensamientos, sentimientos, actos o dichos propios de la infancia o adolescencia. Quien quiera ahondar más en este asunto puede leer el libro de Erich Neumann “Los orígenes e historia de la conciencia”.

Dando por cierto este hecho, que durante alguna época de nuestra vida hemos tenido ese amigo imaginario, preciso es delimitar conceptos: esa especie de diálogo que se suscita en el interior de nuestro propio yo, a menos que el individuo sufra una enfermedad mental del tipo esquizofrénico, no es otra cosa que un diálogo con nosotros mismo; una reflexión verbalizada o no de sentimientos o ideas; es la voz que proviene del propio yo y que tanto juego ha dado en la literatura moral o sentimental.

Y esto se ha dado en todas las religiones y en todos los tiempos... ¡porque es algo humano! Los hombres llevaban dentro de sí a Apolo, Astarté, Yahvé, Jesús y, entre los romanos sobre todo, a los dioses menores protectores del hogar o de las personas en ocasiones concretas: los lares, como dioses del hogar; los manes, como antepasados benefactores; los penates, los genios, etc.

Ni antes ni hoy se deben dar cuenta o no quieren admitir que ese amigo imaginario al que hablan... ¡es uno mismo!
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