Dos revoluciones y ninguna buena.


En este año de 2017 y en el mismo mes, octubre, dos celebraciones, dos centenarios. Ambos supusieron la quiebra de un mundo hasta entonces el mejor de los mundos.

El Imperio ruso del zar Nicolás II se podría comparar en muchos aspectos al imperio religioso que era la Iglesia del Papa León X. Ambos idílicos, inconmovibles, pétreos. Y los dos cayeron en un mismo mes, bien que en años diferentes, 1517 y 1917.

La “revolución de octubre” tiene otros foros donde ser enjuiciada. Felizmente su tiranía cayó hecha pedazos al finalizar los años 80, no sabemos si para bien o para mal en lo que afectaba a la economía –que ése fue el motivo principal de su caída--, pero desde luego para bien de quienes como primer valor en su vida es ése, su vida. Stalin, junto con Mao, ha pasado a la historia como el mayor genocida. Lo malo es que no hay infiernos para él: lo dejó en esta tierra maldecida por él y maldita tras su paso.

El 31 de octubre de 1517 un fraile agustino, como si dijéramos de San Lorenzo de el Escorial, clavó en las puertas de la catedral de Witenberg sus 95 tesis. Se ha dicho que las clavó en las puertas de la catedral pero en otros lugares hemos leído que fue en las puertas de la iglesia del palacio de Federico III de Sajonia. (Wittenberg se pronuncia “vitenberg” y no “uitemberg” como oiremos en todos los canales de historia, seguro: allá ellos con su incultura fonética.).

El asunto que se dilucidaba era cuestión, a fin de cuentas, de dinero. En el siglo XVI el pueblo seguía siendo como en los anteriores, inculto, milagrero, sumamente sugestionable por los misterios ocultos. Las reliquias eran la panacea de la credulidad: ellas tenían la virtualidad de conseguir la sanación, favores, alimentos, buenas cosechas… Hablamos de Felipe II, que reunió en el Escorial no menos de 7.000 reliquias, pero Federico III de Sajonia llegó a juntar una colección de 19.000.

Él poseía encerrada en rico relicario leche de la Virgen; también fragmentos de paja del Portal de Belén; y nada menos que uno de los cadáveres de los Inocentes.

La posesión de una reliquia era una fuente fácil de dinero. La visita a este u otro templo, donde se veneraba la reliquia del santo que curaba el eczema, con el congruo donativo, otorgaba 100, 200 o dos millones de días de indulgencia, lo que quisieran, pues esto era gratis. Federico de Sajonia era rico, inmensamente rico, en doble sentido: en el espiritual por la acumulación de todas las indulgencias del mundo y en el temporal o material, porque recibía dinero a espuertas exhibiendo tal o cual reliquia.

Ese estado de cosas sacaba de quicio a Lutero. A nosotros nos hace reír. Pero lo que colmó el vaso fue que se crearan indulgencias “ex profeso” para financiar el nuevo palacio y basílica de San Pedro. Los frailes encomendados de la predicación de las bulas pertinentes afirmaban que el ruido de las monedas al caer en el cesto sonaba en el mismísimo cielo. ¡Cuánta incultura a la que poder engañar!

Pero el asunto de las indulgencias era la punta de iceberg de la corrupción y descomposición en que vivía el papado. La gota que colmó el vaso fue la compra de indulgencias con obras de misericordia.

La necesidad de reforma venía de atrás: ahí están los personajes de Francisco de Asís o Pedro Valdo o John Wyclif y Jan Hus. La Iglesia “de base” como se diría hoy clamaba por cambios y reformas que la acercaran a la doctrina del Evangelio.

En los círculos intelectuales religiosos, el asunto se dilucidaba en disputas teológicas. Pero tales disputas llegaron a la calle y se concretaron en movimientos contra Roma. Y el asunto se contaminó con la política, ésa que, a su vez, todo lo contamina. Los príncipes alemanes vieron en Lutero el látigo con que fustigar a Roma, el ariete para desprenderse de imposiciones o ataduras imperiales, para conseguir mayor autonomía de los Carlos V y Felipe II de turno.

Efecto de tal marasmo, las guerras campesinas denostadas por el mismo Lutero; las terribles guerras de religión que asolaron Europa; la división de la Iglesia cristiana en dos, la católica y la reformada… todo por el dinero.

Por más que las buenas intenciones puedan unir al máximo pastor, Francisco, y a los innumerables pastorcillos reformistas, entre ellos el bonachón Nicolaus Schneider y la oronda arzobispa sueca Antje Jachelen, la geografía, la historia y sobre todo los intereses creados son factores tan potentes de desunión que todo quedaría en agua de borrajas, o unas tilas tomadas en comandita.

¿Con cuál de las múltiples sectas en que se ha descompuesto la Reforma se podría unir la secta mayor, la católica? Y si el ansia de unión calara en los huesos de las mil sectas protestantes, ¿serían las iglesias reformadas capaces de unirse entre sí? ¿Es pensable que cada una de ellas iría a dejar en nuevas manos el trozo de pastel al que las mil moscas acuden? La desunión lleva a la disolución, pero quizá la nueva amalgama, la fusión, conduciría a la inmediata evaporación.

En realidad la unión ya se ha dado: yo hablo, viajo, como, me alojo, visito tal monumento… con un protestante y, haciendo un esfuerzo, hasta con un judío –que éstos son muy suyos—sin haberme enterado de otra cosa de que he estado con una persona. Unión por elevación, es decir, por superación.

Pues a lo dicho, a prepararnos para tales centenarios, el un centenario de la Revolución Rusa y el cinco de Lutero (adrede he escrito “un centenario” para resaltar una incongruencia gramatical: se suele decir el primer cumpleaños, el quinto aniversario o Carlos Quinto, ha llegado el séptimo… pero se dice el treinta y seis congreso, el ochenta cumpleaños… ¡Lo que es la ignorancia de los ordinales!)
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