La unidad disgregada de la Iglesia (4)


No era nuestra intención abundar en la paradoja que se da en el recitado del credo cuando al llegar a la Iglesia, die: “…et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam”, "...y en la Iglesia que es una..."

Decimos paradoja porque se afirma verbalmente una cosa que la realidad refuta. Contradicción no en los términos sino entre los términos, o sea, los conceptos, y los hechos.

Todo en la historia de la Iglesia ha sido un contravenir lo que el Fundador quiso. Y todo en la historia de la Iglesia incide en atentar descaradamente contra la unidad por la ambición y ansia de poder de sus jerarquías.

La Iglesia católica ha tenido durante siglos como feudo casi único el recinto europeo. Aquí ha comenzado, aquí ha prosperado y aquí se ha roto. Tras la ruptura, la desunión se ha teñido siempre de sangre, y siempre la de los fieles. Hasta que el protestantismo no quedó fijado en los límites de “cuius regio eius religio”, no ha habido paz religiosa en Europa y las contiendas han sido continuas. Los siglos XVI y casi todo el XVII están llenos de guerras y luchas entre católicos y protestantes. Y en el caso de Irlanda, hasta el XX. La Europa continental rota “gracias” a la religión.

En Francia se contabilizan ocho guerras religiosas entre los años 1502 y 1593, en las que estuvo implicado Felipe II. Las diferencias entre los reformadores checos y su rey Fernando II, que era católico, generó en 1618 la más que cruel “Guerra de los Treinta Años”. Y también la Europa insular: si del Reino Unido hablamos, sangrienta fue la persecución contra los católicos en la Inglaterra de Enrique VIII (1534) y de su hija Isabel I (1562). Todo un siglo de rebeliones, levantamientos, bancarrotas y ejecuciones.

Los reyes han utilizado el cristianismo, protestante o católico, como arma para saciar sus ansias políticas. Pero otro tanto hacían los rectores de la fe, los papas, supuestamente líderes religiosos, reclutando ejércitos de mercenarios o creyentes fanáticos para defender los Estados Pontificios. Todo ello es muerte, sufrimiento, desolación, odio, desunión. El “amaos unos a otros”, fuente de unidad, parecía escrito en el agua del río de las pasiones humanas.

No, los cristianos pasaron siglos sin ser discípulos de Cristo. Y se dedicaron a mantener una Iglesia completamente irreconocida en las palabras de sus propios escritos fundacionales.

Nunca ha sido una la Iglesia, casi podríamos afirmar que ni siquiera en sus primeros tiempos, cuando unas comunidades creían y proclamaban doctrinas extrañas a las otras. Y cuanto más unificaban los credos, más disensiones surgían, primero doctrinales, luego de aplicación.

Dirán algunos que la Iglesia católica sí es una, porque la rama católica es la única que mantiene la unidad interna, desde el papa hasta el último fiel y desde las primeras cartas y evangelios hasta la última encíclica papal. Bien está si así lo creen, pero no es ésa la verdad.

No es verdad porque las Iglesias surgidas de la doctrina de Cristo están separadas. Tampoco lo es porque los fieles católicos no se sienten unidos entre sí, aunque sea por motivos distintos a los religiosos. El bautismo que les integra en una sociedad de creyentes o las creencias comunes o los ritos que practican no tienen fuerza cohesiva. Compárese con la afiliación a un partido, con el sentimiento patriótico o con el uso de la misma lengua…

Y si de creencias comunes halamos… En este apartado necesariamente tenemos que dejar a un lado el protestantismo. El galimatías doctrinal es de una desmesura tal que difícilmente se podrán reconocer la mayor parte de las confesiones protestantes de hoy dentro de la doctrina de Lutero o Calvino. Dicen que siguen a Cristo y que son cristianos aunque sus creencias no tengan nada que ver con todo lo que ha sostenido durante siglos el cristianismo tradicional anterior a la Reforma. Es un cristianismo descompuesto.

¿Es un intento de unidad el Consejo Mundial de las Iglesias? Más bien es la constatación de una disgregación general. Allí reina la desconfianza; no son capaces de ponerse de acuerdo en casi nada; discrepan incluso en la divinidad de Jesucristo, en la interpretación de las Escrituras, en los sacramentos, en la esencia de una posible Iglesia unida… Con razón católicos y ortodoxos son meros observadores.

Pero ¿y el catolicismo? ¿Podemos decir que es “uno”? Aparentemente se mantienen la unidad doctrinal y la unidad rectora, depurándose en el último siglo de adherencias seculares impropias de un “reino que no es de este mundo”. Sin embargo, ese su afán de hacerse presente en el mundo (Vaticano II) ha traído consigo fracturas y enfrentamientos que han llegado hasta el pueblo llano, con demandas inasumibles por una jerarquía anquilosada y con movimientos retrógrados que trataban de anclar de nuevo a la Iglesia en el Concilio de Trento.

La época de JP-2 ha sido en cierto modo patética, aunque la enfermedad venía larvada de muchos años atrás. Mientras era aclamado en plazas y aeródromos, las iglesias se vaciaban; los expedientes contra teólogos --¡teólogos!—han alcanzado cotas nunca vistas; los estudios bíblicos se han visto cercenados; el surgimiento de movimientos integristas, desde el famoso obispo Lefèvre hasta la deriva opusdeísta y similares; el vaciado de conventos y seminarios ha sido de traca; el asunto del celibato; los curas casados; la ordenación de las mujeres, petición que incluso venía de conventos femeninos; la toma de posición de la rectoría oficial frente a métodos anticonceptivos; el alineamiento con poderes políticos opresores; la disgregación de las iglesias “nacionales” (un ejemplo, la de Cataluña); los escándalos que han costado a las arcas vaticanas miles de millones de euros…

Todo eso ha incidido en el debilitamiento de la autoridad suprema y en la disgregación de las bases. Es lo que trae la debilidad frente al mundo, que fragmenta las estructuras por cualquier lado y surgen los disensos por donde menos se espera.

Cierto es que Cristo sigue con la Iglesia, acompaña a los sucesores de Pedro hasta el fin de los tiempos y que el Espíritu Santo la guía por la senda de la verdad. Pero en un aspecto tan fundamental como es la unidad de los que creen en él, ¿por qué tal defección? ¿Por qué, al menos, no ha sabido parar las guerras intestinas con la destrucción consiguiente?

¿El lado humano de la Iglesia, dicen? Pues extraña que Dios, Cristo, el Espíritu Santo y toda la corte celestial vengan en ayuda de la Iglesia en cuestiones dogmáticas, como la infalibilidad del Pontífice, y en las que afectan a la vida de los fieles, a su bienestar, a su unión… la Iglesia se sienta tan desamparada.
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