Mi visión sintética de la historia de la Iglesia.

Si contemplamos la historia de la Iglesia cristiana como en un panel de coplas de ciego, es interesante ver su desarrollo considerando nada más momentos claves en su desarrollo.  Lógicamente y como hito inicial hay que partir del fundador del movimiento reformador, Jesús, que, por supuesto no era “cristiano” sino judío. Y en el panel podemos verle como seguidor, en cierto sentido, de Juan Bautista. Apenas si se sabe algo de sus tres últimos años, y casi todo son deducciones de los documentos que supuestamente dicen auténticos y también de los apócrifos. 

Se deduce que su locuacidad y su movimiento reformador calaron en ciertos ámbitos judíos, consiguiendo un número indeterminado de seguidores fieles, los llamados apóstoles y un  número mayor de discípulos. A su muerte, todo este grupo se disolvió, temerosos sus prosélitos de las investigaciones romanas acerca del movimiento político-mesiánico-religioso de Jesús.

En lo que puede ser el segundo panel en el desarrollo del cristianismo, tras la muerte ignominiosa del profeta o mesías iluminado Jesús,  varios apóstoles se reúnen para recordar sus enseñanzas y  “predicciones”, siendo el guía no Pedro sino Santiago. Se forma un grupo semi clandestino en Jerusalén, en clara rebelión contra las autoridades judías, disensiones en las que ni entraban ni salían los romanos.

En este grupo herético del judaísmo se producen las primeras muertes y persecuciones, a la vez que en  varias ciudades del imperio romano oriental se forman grupúsculos que recuerdan y siguen las enseñanzas de Jesús, dando un significado distinto a su muerte.

Surge entonces la figura de San Pablo, que “cae”, no del caballo sino en la cuenta tanto de la doctrina como de la figura ecléctica de Jesús, quizá también impresionado por el fanatismo de los discípulos, ajenos al desaliento. Se le ilumina la mente y, en el personaje martirizado de Jesús, aúna varios elementos: la novedad traída al mundo por el monoteísmo judío, heredero del egipcio Atón;  la profundidad simbólica y vivencial de los misterios griegos; los dioses egipcios y otros que mueren por salvar al hombre; y cuanto aprovechable vio en el resto de religiones. A él no le interesa tanto el predicador o profeta que fue Jesús, del que no ofrece dato vital alguno, sino su figura salvadora a través de su muerte.

La simbiosis realizada por Pablo de Tarso resultó genial y fue rápidamente aceptada, tanto por élites de la sociedad greco romana como por el pueblo llano. A ello se añade la labor asistencial llevada a cabo por las primeras comunidades cristianas, lo cual propició aún más la popularidad del cristianismo, que se extendió rápidamente por todo el Imperio. ¡Era tan distinto y tan superior al culto oficial!

Lo que vino después fue, sin ambages, una traición al espíritu de estos primeros años. El cristianismo, aunque siguiera propagando la doctrina de Pablo y recordara la tradición,  se vendió al estado. Le fue bien en organización, riquezas, templos, legislación, incluso en la forma fastuosa de la vestimenta y los ritos, hasta que todo el Imperio Romano se hizo cristiano.

Pasados apenas dos siglos, el crecimiento en número supuso la necesidad de disponer de edificios adecuados, cada vez más fastuosos y desproporcionados. Siguieron, a la par, los tiempos gloriosos de las órdenes religiosas, la proliferación de monasterios así como las grandes construcciones catedralicias, a lo que se suman los grandes movimientos dogmáticos y construcciones teológicas, con la aparición de numerosos movimientos disidentes, unos tolerados, otros perseguidos con saña. El poder del cristianismo no tenía rivales.

Tanto se asimiló el cristianismo a los estados ya formados y que habían asumido el cristianismo como el alma, el espíritu y la conciencia de la sociedad, que él mismo se convirtió en estado.  Los altos rectores del cristianismo llevaron a la Iglesia cristiana a su degradación, provocando una tremenda ruptura. Hasta entonces había sido verdaderamente católico. La quiebra del cristianismo supuso también la fractura de la sociedad, con luchas terribles y matanzas espantosas. Había llegado al cénit de su poder, también extensión, pero ese fue el inicio de su declive y progresiva decadencia. Nada tenía que ver este cristianismo con el proyecto religioso de los dos primeros siglos.

A partir de entonces, en ese lento declinar, encontró la horma de su zapato en contestación y denuncias. Mentes esclarecidas rebatían tanto doctrina como, sobre todo, praxis. La masa social cristiana le sirvió a la organización religiosa durante los siguientes siglos de colchón, soporte y pretexto para continuar su “misión”, pero ya la Iglesia había dejado de detentar el espíritu de la sociedad.

Ha sido en nuestros siglos, XIX, XX y XXI, cuando la quiebra ha mostrado sus fauces más agresivas, cuyas causas son bien claras. Su estructura, su prepotencia, su inmovilismo, sus propios errores tanto históricos como  puntuales han contribuido mucho a ello, aunque ha sido determinante el profundo cambio social operado en las sociedades más avanzadas, especialmente gracias a la generalización de la educación.

Dicen que la historia de la Iglesia ha sido lineal y sin fracturas, que ni su doctrina ni su praxis religiosa han variado a lo largo de los siglos, a pesar de los cambios “lógicos” en sus estructuras temporales. No es así y bien lo saben. Hasta el año 325, concilio de Nicea, el maremágnum doctrinal fue constante. Incluso la doctrina surgida, tan oportuna para Constantino, tuvo que ser refrendada o confirmada por muchos otros concilios, los tres de Constantinopla, Éfeso, Calcedonia, II de Nicea hasta llegar al Vaticano I.

¿Y hoy? No podemos decir que la Iglesia esté rota, oculta o desaparecida pero la historia venidera está todavía por escribir. La de la Iglesia está en la rampa de caída. La vida de una religión se cuenta por centenares o miles de años, algo que les hace pensar a muchos crédulos que su religión es eterna.  

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