Aborto y cultura de muerte

“La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el primer momento de la concepción… Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida”. “El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral”. “La cooperación formal a un aborto constituye una falta grave. La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión este delito contra la vida humana”. “Con esto, la Iglesia no pretende restringir el ámbito de la misericordia, lo que hace es manifestar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad”. “El derecho inalienable de todo individuo humano inocente a la vida constituye un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación”. “Puesto que debe ser tratado como una persona desde la concepción, el embrión deberá ser defendido en su integridad, cuidado y atendido médicamente en la medida de lo posible, como todo ser humano”.
Afirmada “desde el siglo primero por la Iglesia la malicia moral de todo aborto provocado”, la claridad de la doctrina católica fue y es bien patente. Tanto o más lo es la legislación absolutamente contraria a la misma existente en determinados países, con actualizada mención para la reciente y reincidentemente promulgada en España. A la luz de la doctrina católica, legislación y comportamiento ciudadanos como los así regulados, son “ipso facto “merecedores de las descalificaciones ético-morales que implícita y explícitamente entrañan el exilio -excomunión- de la formación-constitución religiosa a la que pertenecen, o dicen pertenecer.
Huelga aseverar que, una vez más, y en áreas tan definitivamente religiosas como la citada, determinadas leyes humanas diametralmente en contraposición con las divinas y de orden natural, plantean problemas de difícil -imposible- solución para quienes han de encarnar en comportamientos propios y ajenos, personales o institucionales, tantas y tan graves contraposiciones. La misma calificación mínimamente sociológica de “pueblo cristiano”, que está definido por los más elementales principios dimanantes de esta civilización y creencias, ha de promover y motivar posicionamientos, procederes y conductas que con suma dificultad ayudarán a crear los niveles indispensables de convivencia que puedan favorecer el bien de la colectividad.
Partiendo por supuesto de que los postulados democráticos avalados por la legitimidad que confieren los votos, tal y como mayoritariamente acontece en España, son -tienen que ser- los vectores del sistema que nos rige y gobierna, más que nunca se precisan orientaciones por parte de la Jerarquía que ayuden al Pueblo de Dios a tomar las decisiones que impone la fe, sin que su incumplimiento les signifique la transgresión de las leyes y del sistema político que ellas sustentan. En tiempos tan inclementes e irreligiosos como estos, y todavía entre coordenadas reconocidamente católicas, al menos de nombre y de no pocos signos, la palabra de la Jerarquía se echa de menos con aplicaciones para situaciones concretas, así como con condenas explícitas para legisladores y colaboradores necesarios en estas aventuras legislativas tan desatinadas.
Llegar a la conclusión de que la única violencia para contribuir a cambiar estas y otras situaciones han de definirse, mantenerse y actuar con la fuerza de los votos, es deber tanto cívico como religioso, con marca, naturaleza y carácter cuasi-dogmático. La invocación de otros procedimientos, con remembranzas inquisitoriales, “guerra santa” o Cruzada, llevaría consigo su radical descalificación y pérdida de razón y de orden.
De todas maneras, y tal y como salta a la vista, un pueblo-país regido por leyes relativas al aborto como en el caso de España, se coloca a años luz de la órbita de títulos y calificativos cristianos, integrando el listado de aquellos en los que se da la tristísima impresión de que la cultura de la muerte -aborto y eutanasia- impone sus tesis, dictados y normas de vida y de convivencia entre sus súbditos o ciudadanos, “pueblo de Dios” en mayoría.
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