Papas Misoginos

Las palabras fueron –son- determinantes, tajantes y con formulación hasta casi dogmática. Pablo VI, en su Carta Apostólica “Inter insigniores”, aseguró en el año 1976 que “la Iglesia no se considera autorizada a admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal”.

Tal doctrina fue soberanamente reforzada con toda solemnidad, al menos en dos ocasiones, por el Papa Juan Pablo II. En su Carta Apostólica “Ordinatio sacerdotalis” (sobre la ordenación sacerdotal reservada a los hombres), afirmó en 1994, que “para despejar toda duda sobre una cuestión tan importante que atañe a la constitución divina de la Iglesia, en virtud de del ministerio de confirmar la fe a mis hermanos (Luc. 22, 32) declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres y este dictamen debe ser considerado definitivo para todos los fieles de la Iglesia…”. Con idénticas palabras, en su posterior Carta Apostólica “Mulieris dignitatem” del año 1998. insistió en su doctrina proclamando que “Cristo llamó como apóstoles suyos solo a los hombres, de un modo libre y soberano”.

Formulada así una doctrina, de la que se afirma y reafirma que “atañe a la constitución divina de la Iglesia”, gracias sean dadas a Dios y a la libertad con la que quiso dotar a las personas como tales, y más a los cristianos, tendrá que seguir siendo “legítimo, digno y saludable”, formularse algunas preguntas, siempre con la edificante intención de que sus respuestas contribuyan, en el respeto y unidad plural de sus miembros, situaciones y tiempos, a que la fe se confirme como medio e instrumento de la auténtica salvación.

¿Se trata de una doctrina indiscutible, cierta y principal, y que habrá de mantenerse como verdad inconcusa e inflexible? Quienes no estén de acuerdo con ella, lo manifiesten o no, tanto en público como en privado ¿habrán de sentirse y ser excomulgados, con cuantas consecuencias en esta vida y en la otra ello pueda comportar?

¿Sería imaginable pensar que la “doctrina oficial” eclesiástica respecto a la negativa a la mujer a optar por el sacerdocio respondiera fundamentalmente a la tradicional misoginia mantenida en la mayoría de las culturas y religiones antiguas, y aún modernas? ¿Cómo podría explicarse que también la Iglesia se hubiera inficionado de virus tan denodada e interesadamente machista, y más cuando Cristo Jesús adoctrinó y vivió la igualdad de la relación hombre- mujer, con deferencias explícitas para estas?

¿Sería admisible una cierta relatividad de los “dogmas”, algunos de los cuales pudieran haber respondido tan solo a momentos históricos concretos, a decisiones humanas estimuladas por grupos de presión, como la Curia, por teólogos no convenientemente instruidos, o por obispos o Papas un tanto o un mucho alejados de las realidades terrenales? ¿Por qué añadir un motivo más de alejamiento y de condenaciones a otras Iglesias, tan cristianas como la católica, en las que las mujeres son y ejercen ya de sacerdotes y “obispas”’. ¿Es que la idea misma de la negación del sacerdocio a la mujer no les significa a estas la reafirmación en su discriminación dentro de la Iglesia, favoreciendo su indiferentismo que crecientemente se comprueba y puede demostrarse? ¿Cuándo, al menos jerárquicamente, llegará el día en el que la mujer deje de ser “pecado” en la Iglesia?

En tan desolador panorama pontificio, antifemenino y antieclesial, por fin han comenzado a relucir estrellas de limpia, santa y guapa esperanza encendidas por el Papa Francisco. Precisamente en el 25 aniversario de la publicación de la citada Carta Apostólica “Mulieris dignitatem” firmada por su antecesor Juan Pablo II, y en la convención mantenida con responsables de organizaciones femeninas católicas, pronunció estas razonables palabras: “En 25 años han cambiado mucho las cosas. La Iglesia es mujer y madre. Personalmente sufro mucho cuando veo y compruebo que a las mujeres en la Iglesia solo les compete realizar funciones propias de la servidumbre –dependencia y sumisión- y no de servicio”.
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