Se Traspasan Palacios
En el marco de “santos recortes santos” al que por necesidad de subsistencia y de ejemplaridad es hoy imprescindible acogerse “en” y “desde” la Iglesia, atención especializada merece el tema de los palacios episcopales y arzobispales, objeto de este comentario. Ellos son referencia obligada en todas las capitales de provincia de España, y en otras ciudades que lo son –o lo fueron- de sus diócesis.
. De entre las acepciones más usuales de “palacio”, el lenguaje popular apunta académicamente hacia “casa suntuosa destinada a habitación de grandes personajes”, y “sitio donde el rey daba audiencia pública”.
. Es evidente que la entraña del concepto, incluido el eclesiástico, ni es ni puede ser coincidente, en exclusiva o fundamentalmente, con la arquitectura en los bellos y artísticos ejemplares, merecedores algunos de ellos de ser conservados como convincentes atractivos culturales y turísticos, ennoblecedores de las ciudades en las que se ubican.
. La verdadera causa y razón de estos palacios de ser y convertirse en objeto de un comentario destinado a “recortes” con adjetivación de “santos”, radica sobre todo en cuanto a lo que ellos son, y siguen siendo, en una concepción e idea de Iglesia que suele mantenerse como tradicional y, por tanto, exenta de cualquier alteración y mudanza.
. Si en la mente de muchos cristianos los palacios-palacios debieran ya despojarse de la etiqueta, símbolos y aplicación de “episcopales”, no es exactamente por la materialidad de su construcción. Lo es sobre todo por el peso y la ponderación que comportan todas y cada una de las sílabas palaciegas, cortesanas, palatinas o palacianas, que los señalan y los dan a conocer ante propios y extraños. Una palabra, solo por palabra, es y edifica –o desedifica- tanto o más que el inmueble o el monumento que designa.
. No sé si en tiempos pretéritos, en los que la religión se mixtificaba con la política y con la sociología, estos palacios y sus moradores revestidos con tantos capisayos y “dignidades” para- eclesiásticas, por el hecho de ser avecindados en tales mansiones, pudieron ser testigos del santo evangelio. Lo que sí sé es que en la actualidad no lo son, y que además difícilmente llegarán a serlo.
. Por muchos signos externos de religiosidad que exhiban las fachadas de los palacios episcopales y sus moradores, solo por eso, su palabra y su testimonio muy raramente a otros les abrirán las puertas del interés por la Iglesia, como meta de fe e instrumento de salvación personal y comunitaria.
. Es imposible imaginar al Fundador de la Iglesia, domiciliado hoy en cualquiera de estos palacios, teniendo que pagar el correspondiente IVI y gastos adyacentes , y sin olvidarse jamás de que quienes lo juzgaron y condenaron a muerte -Anás, Caifás, Herodes, Poncio Pilato…- lo hicieron exactamente en otras tantas mansiones palaciegas.
. Los palacios episcopales no son testimonio de Iglesia. Desde ellos resulta extraño predicar, o asegurar que se vive, el evangelio. Son oficinas desde las que se administran bienes fungibles y, en ocasiones, también algunos relacionados con el bien de las almas. En los palacios, con su ritual y denominación de dependencias y salas –“sala del trono”- no es posible establecer diálogo pastoral con sacerdotes, autoridades y “fieles”. Desde los palacios, y por su propia naturaleza, - el hábitat imprime carácter- se manda, pero raramente se obedece. Ninguna otra autoridad, cívica o administrativa, dispone de tanta parafernalia y liturgia como la eclesiástica.
. Gracias sean dadas a Dios, algunos obispos deciden dejar sus palacios como vivienda personal y domiciliar en ellos actividades administrativas diocesanas o cederlos para obras culturales o sociales.
. Las “Casas Sacerdotales”, o los pisos, se convierten ya en sus residencias episcopales, con la ventaja de que las comodidades habitacionales de las que pueden disfrutar son mucho más confortables que las que padecían en las dependencias palaciegas, y en las que la ascética y el sacrificio destacaban muy por encima de lo que a su cargo y ministerio pudieran reportarle las fachadas y la magnificencia de la construcción arquitectónica.
. Vivir un obispo en un piso tiene hoy multitud de ventajas, y debiera ser de obligado cumplimiento. Motivos de orden religioso, a la vez que cívico, así lo justifican. Vivir en comunidad de vecinos, sin ningún privilegio, encontrase con unos y otros en el ascensor, escaleras, lugares comunes y reuniones, conocer los nombres, apellidos y apodos de al menos unos diocesanos, compartir alegrías y problemas, participar en fiestas domésticas, ser visitados por otros…proporcionan preciados y preciosos elementos pastorales hoy indispensables para el ejercicio ministerial del episcopado en consonancia con el evangelio y con las demandas legítimas del Pueblo de Dios que, con recortes, se ahormaría más religiosamente
. De entre las acepciones más usuales de “palacio”, el lenguaje popular apunta académicamente hacia “casa suntuosa destinada a habitación de grandes personajes”, y “sitio donde el rey daba audiencia pública”.
. Es evidente que la entraña del concepto, incluido el eclesiástico, ni es ni puede ser coincidente, en exclusiva o fundamentalmente, con la arquitectura en los bellos y artísticos ejemplares, merecedores algunos de ellos de ser conservados como convincentes atractivos culturales y turísticos, ennoblecedores de las ciudades en las que se ubican.
. La verdadera causa y razón de estos palacios de ser y convertirse en objeto de un comentario destinado a “recortes” con adjetivación de “santos”, radica sobre todo en cuanto a lo que ellos son, y siguen siendo, en una concepción e idea de Iglesia que suele mantenerse como tradicional y, por tanto, exenta de cualquier alteración y mudanza.
. Si en la mente de muchos cristianos los palacios-palacios debieran ya despojarse de la etiqueta, símbolos y aplicación de “episcopales”, no es exactamente por la materialidad de su construcción. Lo es sobre todo por el peso y la ponderación que comportan todas y cada una de las sílabas palaciegas, cortesanas, palatinas o palacianas, que los señalan y los dan a conocer ante propios y extraños. Una palabra, solo por palabra, es y edifica –o desedifica- tanto o más que el inmueble o el monumento que designa.
. No sé si en tiempos pretéritos, en los que la religión se mixtificaba con la política y con la sociología, estos palacios y sus moradores revestidos con tantos capisayos y “dignidades” para- eclesiásticas, por el hecho de ser avecindados en tales mansiones, pudieron ser testigos del santo evangelio. Lo que sí sé es que en la actualidad no lo son, y que además difícilmente llegarán a serlo.
. Por muchos signos externos de religiosidad que exhiban las fachadas de los palacios episcopales y sus moradores, solo por eso, su palabra y su testimonio muy raramente a otros les abrirán las puertas del interés por la Iglesia, como meta de fe e instrumento de salvación personal y comunitaria.
. Es imposible imaginar al Fundador de la Iglesia, domiciliado hoy en cualquiera de estos palacios, teniendo que pagar el correspondiente IVI y gastos adyacentes , y sin olvidarse jamás de que quienes lo juzgaron y condenaron a muerte -Anás, Caifás, Herodes, Poncio Pilato…- lo hicieron exactamente en otras tantas mansiones palaciegas.
. Los palacios episcopales no son testimonio de Iglesia. Desde ellos resulta extraño predicar, o asegurar que se vive, el evangelio. Son oficinas desde las que se administran bienes fungibles y, en ocasiones, también algunos relacionados con el bien de las almas. En los palacios, con su ritual y denominación de dependencias y salas –“sala del trono”- no es posible establecer diálogo pastoral con sacerdotes, autoridades y “fieles”. Desde los palacios, y por su propia naturaleza, - el hábitat imprime carácter- se manda, pero raramente se obedece. Ninguna otra autoridad, cívica o administrativa, dispone de tanta parafernalia y liturgia como la eclesiástica.
. Gracias sean dadas a Dios, algunos obispos deciden dejar sus palacios como vivienda personal y domiciliar en ellos actividades administrativas diocesanas o cederlos para obras culturales o sociales.
. Las “Casas Sacerdotales”, o los pisos, se convierten ya en sus residencias episcopales, con la ventaja de que las comodidades habitacionales de las que pueden disfrutar son mucho más confortables que las que padecían en las dependencias palaciegas, y en las que la ascética y el sacrificio destacaban muy por encima de lo que a su cargo y ministerio pudieran reportarle las fachadas y la magnificencia de la construcción arquitectónica.
. Vivir un obispo en un piso tiene hoy multitud de ventajas, y debiera ser de obligado cumplimiento. Motivos de orden religioso, a la vez que cívico, así lo justifican. Vivir en comunidad de vecinos, sin ningún privilegio, encontrase con unos y otros en el ascensor, escaleras, lugares comunes y reuniones, conocer los nombres, apellidos y apodos de al menos unos diocesanos, compartir alegrías y problemas, participar en fiestas domésticas, ser visitados por otros…proporcionan preciados y preciosos elementos pastorales hoy indispensables para el ejercicio ministerial del episcopado en consonancia con el evangelio y con las demandas legítimas del Pueblo de Dios que, con recortes, se ahormaría más religiosamente