Más sobre la vejez de la iglesia

Son varias las acepciones que posee el término “viejo/a”. De entre los que enriquecen el Diccionario de la R.A.E. y el uso común, subrayamos los de “persona de edad”, “antiguo o del tiempo pasado”y “deslucido o estropeado por el uso”… Deducir de estas definiciones alguna particularidad de desafección, animosidad o malquerencia para con un sustantivo al que adjetive, supondría una irracional y hasta interesada malintención, impropia de personas corteses y bien criadas. Los adjetivos son, sin más, adjetivos y su bondad o perversidad se la confieren la intención de quien los aplique y el contexto en el que se empleen.

La Iglesia es y está vieja. Cuenta con siglos de existencia. Es antigua y fue fundada en tiempos lejanos y, lógicamente, ella y algunas de sus instituciones y procedimientos, tanto por falta como por exceso de uso, su faz y su imagen son y se presentan deterioradas y estropeadas, dando la impresión en casos y ocasiones, de tener que ser refundada, o al menos reformada, en fiel consonancia con los planes e intenciones primeras de Cristo Jesús.

Todo esto es explicable y no tiene por qué escandalizar ni a propios ni a extraños. Así ocurrió a lo largo de su historia no pocas veces en situaciones y momentos similares y aún más cargados de mayores dificultades que los actuales, superados felizmente al haber tomado conciencia por parte de la Jerarquía y del Pueblo de Dios, condición indispensable para la solución de este y de tantos otros problemas. Esto quiere decir que el paso primero a dar es el de percatarse de la necesidad de cambio permanente y vivo que precisa la Iglesia como institución al servicio de la salvación.

Sí, la Iglesia -nuestra Iglesia actual- es y está vieja. Diagnosticarlo de esta manera y compartir la responsabilidad de rejuvenecerla con la participación conjunta de la Jerarquía y del Pueblo de Dios equivale a apostar por su conservación y expansión con fidelidad sagrada al mensaje de Cristo. Los síntomas de vejez de la Iglesia son y están bien patentes. Sólo se nos exige abrir los ojos, antes y después de pensar que, como cristianos, esta es y será siempre nuestra obligación.

En la Iglesia se han avejentado de forma terminante –terminal para algunos- la Jerarquía tanto en sus mismas personas, como en sus métodos y formas de seguir ejerciendo su oficio ministerial. No pocas ideas y palabras, gestos y símbolos, homilías y sermones y escritos de índole diversa… están proclamando que los años siguen pasando sin cambiar un acento, por lo que resulta incomprensible parte o todo el mensaje que debieran hacer circular, sin interesar a los jóvenes y ni siquiera a los viejos…

En la Iglesia se aviejaron las excomuniones, las amenazas, las ideas alrededor del pecado y del mismísimo infierno, y al placer y a la dicha que identifican y remuneran el buen comportamiento con los premios del cielo. En la Iglesia se ajaron hace ya muchos años las expresiones y valoraciones de la alegría, de la felicidad, del buen humor, del cariño, de la ternura, del mimo, de la bienquerencia… El placer-placer de la vida en infinidad de expresiones sufre en la Iglesia el desolador “destierro” de tener que referirse a la misma como “valle de lágrimas”, lo que concluyentemente hace marchitar cualquier barrunto de juventud, sobrecargando a sus miembros-afiliados con las cruces de los achaques e indisposiciones a perpetuidad, mientras dure el tiempo de nuestra expulsión del “Paraíso” hasta ser convocados al “descanso eterno” mediante la muerte.

A la Iglesia la han avejentado hasta casi conseguir agostarla las palabras hueras, los ritos, los exteriorismos, las apariencias, las rúbricas (de “ruber”-rojo), los paramentos y ostentaciones, las rutinas, el “qué dirán”, y funcionariado de sus supuestos servidores, las vanidades litúrgicas o para-litúrgicas y también las sociales, las arrogancias y los privilegios en ocasiones, lugares y tiempos, el “poder divino y humano en esta y en la otra vida”, el Derecho Canónico, la sexualidad tanto por defecto como por exceso, la impecabilidad oficial de sus miembros, las bendiciones de bancos y otras entidades de crédito, las obras publicas -hoy Ministerio de Fomento-, las joyas “sagradas”, no pocos oradores que también se intitulan “sagrados”, los formulismos, el incienso que endiosa y aísla, no pocas indulgencias, algunos dogmas de fe, los dogmatizadores, la poca devoción y respeto por los derechos humanos aún dentro de la misma institución…

La Iglesia está vieja. Pero con conciencia de su vejez, y de cuantas limitaciones, impertinencias e inconveniencias ello comporta, la concepción preliminar e inicial de la fe abre de par en par las puertas a la esperanza con la seguridad de que el supremo contenido de juventud de que es depositaria por explícita voluntad de su Fundador está vitaliciamente a disposición de cualquiera de los creyentes con predilecta participación de la Jerarquía, también indigente y necesitada de este legado.

Foto: © bela_kiefer
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