Libros XIII: Un curioso sacerdote toledano.

La colección Biografías de la BAC está haciendo, sin duda, una gran labor divulgativa de personalidades eclesiales, de relieve todas pero no todas suficientemente conocidas no digo ya de la generalidad de los mortales sino incluso de personas con más cultura eclesial. Y Don José Rivera Ramírez es una de ellas. No en la archidiócesis primada donde fue un sacerdote de referencia pero sí en el resto de España. La Fundación “José Rivera” ha querido dar a conocer a más gente la vida de este sacerdote peculiar y santo y encargó a una serie de personas, me imagino que todos o casi todos sacerdotes “riverianos” una serie de capítulos que constituyen el presente libro.
Porque en Toledo hay “riverianos”. Bastantes riverianos. Este libro es buena prueba de ello. Que son también ellos unos curas peculiares. Muy peculiares. Espirituales, ascéticos y pobres. Sobre todo pobres. Resultan algo molestos a la mayoría del clero toledano. Del excelente clero toledano. Porque parece que les dejan en mal lugar. Tanta oración, tanta ascesis, tanta pobreza, tanto darse a los demás, tanto darlo todo a los demás, pues parece que deja a los otros como en incómoda posición. Y eso no gusta. A mí, que me encantan todos los carismas eclesiales, me parece que en la Iglesia de Dios hay sitio para todos y que no todos tienen que ser iguales. Y que cada uno puede santificarse, y santificar a los demás, de modos distintos.
Yo no conocí a Don José Rivera pero sí he tenido trato, y mucho, con personas muy próximas a él. Dos de ellas primos entre sí y del sacerdote de Toledo. Y la otra un sacerdote “riveriano”. Traigo a colación a sus parientes porque algo debe haber en los genes familiares que impulsa a ser notables a quienes los llevan en sus células. Y mis dos amigos lo fueron. María de Pablos y Ramírez de Arellano, Mary para los amigos, fue una mujer excepcional entregada al apostolado. ¡Cuántas conversaciones en Madrid y en su preciosa casa gótica de Ayllón, verdadero monumento nacional, pueblo tan vinculado a la familia! Y Pepe Artigas, creo que Ramírez de segundo apellido, aunque tal vez fuera el tercero o el cuarto, conversador amenísimo, de simpatía desbordante y autor de un divertido libro, preciosamente ilustrado por Mingote, que se titula nada menos que Del arte de llamarse Pepe que conservo con cariñosísima dedicatoria. El sacerdote riveriano se llama Gustavo Johanson Terry. Amigo de mis hijos y por quien siento enorme cariño. Pero de convivencia dificilísima. No por su carácter, que es un bendito de Dios, sino por el influjo de Don José Rivera. ¡Cuántas veces sus padres se encontraron con un pobre apestoso, no por pobre sino porque apestaba, en el salón de su casa porque se lo había encontrado en la calle y le había invitado a comer o a merendar! Y era inútil regalarle unos zapatos nuevos porque a los tres o cuatro días se los había cambiado a un pobre por sus andrajosas zapatillas. Es un cura riveriano.
También era Don José hermano de aquel simpático personaje que fue Antonio Rivera, “el Ángel del Alcázar”. Lo que digo, genes peculiares los de estos Riveras.
Félix del Valle Carrasquilla es el encargado de la biografía de nuestro personaje (pp. 13-19). Demasiado sintetizada pero nos da un esbozo de la vida de este sacerdote itinerante preocupado sobre todo por los seminaristas, los sacerdotes, los pobres y, entre estos muy especialmente por los gitanos. Estos últimos fueron quienes llevaron su ataúd a su último funeral. No consintieron ceder ese honor a nadie. Y ese cura era tan pobre que no quiso dejar nada en este mundo. Ni su propio cuerpo. Dispuso que se entregara a la Facultad de Medicina de Madrid para que con él pudieran hacer sus prácticas los estudiantes de Anatomía. Seguro que hay más casos de esta última generosidad. Yo sólo conozco dos. El de José Rivera y el de mi queridísimo amigo Sebastián Mariner.
Pero a veces no se cumplen los deseos de los hombres. Fue a Madrid el cadáver del sacerdote toledano. Y el catedrático Jiménez Collado no quiso que los estudiantes hicieran prácticas con él. Tenía noticia de quien había sido y prefirió que no se tocase. Tres años después, sabedor Don Marcelo de que allí permanecía el cuerpo de Don José Rivera intacto hizo las oportunas gestiones para recuperarlo, cosa que consiguió sin dificultad, y el 24 de marzo de 1994 fue enterrado en la iglesia del Seminario de Santa Leocadia bajo una lápida que dice:
“FORMADOR DE SACERDOTES
MAESTRO DE VIDA ESPIRITUAL
PADRE DE LOS POBRES”
Quien quiera mayores precisiones sobre su biografía, que repetimos nos parece totalmente insuficiente, que acuda a las páginas citadas. Nosotros nos limitaremos a consignar las fechas que abren y cierran su vida en la Ciudad Imperial: 1925-1991
El siguiente capítulo, también de Félix del Valle, nos parece, en cambio, trabajado y fundamental par entender a Don José Rivera. Lo titula “Todo es gracia” (pp. 21-35), pero nos parece más acertado el de un simple epígrafe del mismo: “Sacerdote arrebatado por la Gracia”. Gracia con mayúscula. No soy un experto en Teología. Pero el capítulo golpea. Fuerte. ¡Ay, si fueran así todos los curas! Si todos “inhabitasen”. Aunque no sé si los que somos cristianos mediocres seríamos capaces de seguir esa llamada a la santidad. Pero sin duda conviene que haya sacerdotes así. Tan entregados a la Gracia. Movidos por la Gracia. Siendo Gracia. Otro motivo más para ser mal visto por aquellos que confían sobre todo en sí. Por muy entregados que sean. Y no digamos ya por aquellos que no confían ni en Dios ni en ellos. Pero que quieren que se guarden las apariencias.
José Manuel Alonso Ampuero es el responsable del capítulo siguiente: “Una presencia de misericordia” (pp. 37-75). Y es otro capítulo verdaderamente desagradable. Porque revela todas nuestra miserias y todas nuestra hipocresías. ¡Qué buenos somos porque damos una limosna a un pobre o porque estamos suscritos a Cáritas! Y al pobre le damos menos de lo que en ese día nos gastamos en unas cervezas. Su amor a Cristo, su entrega a Cristo, le llevó a aquello que recordaba un parroquiano de sus primeros días sacerdotales: “para él, pan y agua; todo para los pobres”. “Al recibir su nómina mensual pagaba todo lo que debía y el resto del dinero lo daba: Dios providente cuidaría de él” (p. 44). Bien sé que sería locura que todos viviéramos así. Pero benditos los locos que viven así. Él tenía muy claro que lo “mío” es de los “demás” (p. 45). Y las anécdotas. Qué seguro que podrían llenar el libro. “Cuando un gitano está preso en Ceuta, deja todo y hace el camino desde Toledo hasta allí para verle... y llevarle una guitarra”. “En su primer destino como sacerdote, parroquia de Santo Tomé en Toledo, compra un colchón para una pobre pareja ¡amancebada! Cuando su párroco le reprende por ayudar a quien está en situación inmoral, su respuesta es inmediata: “sí, pero tendrán que dormir. Además, si Dios hace salir el sol sobre buenos y malos, también yo tendré que dar ayuda trascendiendo la situación moral de las personas”.
Y parece ser que se su darse lo impregnaba de ternura. Los testimonios se multiplican y es imposible recogerlos todos. Su amor a los pobres, su entrega a los mismos, eran absolutos. Nada para él. Todo para ellos. Hasta el punto de pasar hambre física. Lo daba todo. Y cuando no tenía que dar pedía. No se puede entender a Don José Rivera ni su eclesialidad sin los pobres. Vivía para ellos aunque sin descuidar nunca larguísimas oraciones nocturnas, la dirección espiritual del Seminario y la de numerosas personas, sacerdotes sobre todo pero también seglares, de quienes fue más que el director de sus conciencias el cauce por el que llegaba a borbotones la gracia de Dios. Ahora que conozco algo a Don José comienzo a entender a Gustavo Johanson. Pero esa centralidad en su vida de los pobres y se la caridad hasta extremos inverosímiles sobre todo en sus últimos años nada tenía que ver con una filantropía, que le repugnaba, sino con un inmenso afán evangelizador. Nada que ver su eclesiología con la famosa de la liberación. La política no tenía que ver con Don José. Todo era pura y simple caridad. Inmenso amor.
El siguiente capítulo “Testigo de la Cruz” (pp. 77-94) lo ha escrito quien parece hermano del autor del anterior, Julio Alonso Ampuero y se refleja en él la ascesis de Don José, su vida sacrificada, crucificada hasta extremos inverosímiles. Absolutamente necesario para entender a este sacerdote.
El actual obispo de Tarazona, Don Demetrio Fernández González, redactó el quinto capítulo: “Vivencia del misterio de la Iglesia” (pp. 95-131) que es mucho más biográfico que intimista en su primera mitad, aunque en sacerdote de tanta vida interior como Don José esos aspectos aparecen siempre. Era, desde luego, imprescindible dada la absoluta insuficiencia del “Apunte biográfico” pero aun así nos parece escaso. Quisiéramos saber muchas cosas más de este sacerdote que un absurdo pudor eclesial, tan corriente en los clérigos que se meten a historiadores, se empeña en hurtarnos. ¿Cómo fueron las relaciones de Son José con sus obispos y la de estos con él? ¿Cuál su actitud ante el Concilio y los desmanes que le siguieron? ¿Qué curas se le opusieron y le calumniaron? ¿Qué influjo tuvo en el clero de la archidiócesis? ¿Quiénes y cuantos son los “riverianos”? ¿Y cuál es su actual influjo? ¿Quiénes siguen hoy criticando a Don José? Sin responder a estas preguntas, y a otras análogas, que en el libro que comentamos no tienen contestación, siempre quedará coja una biografía. Es sin embargo de justicia reconocer que las páginas que Don Demetrio dedica a la eclesialidad de Don José, al inmenso amor que tenía a la Iglesia, son excelentes.
Christopher Hartley Sartorius escribe el siguiente capítulo: “Vivencia del sacerdocio” (pp. 133-157). Tratándose de Don José Rivera era un capítulo fácil. Que podría tener muchísimas más páginas. Siempre se sintió sacerdote. Siempre vivió su sacerdocio enamorado. Si se quiere exageradamente enamorado. Es imposible pedir que todos los sacerdotes sean así. Pero otras serían las diócesis si hubiera en ellas varios sacerdotes así. Es un hermosísimo capítulo.
“Maestro de vida espiritual” es el siguiente capítulo, obra de José María Iraburu Larreta (pp. 159-174). Es también interesante aunque a mí, particularmente, me ha irritado un poco tanto “Rivera y yo”. Que no dudo que sea cierto paro aquí estamos hablando de Rivera y no de “yo”. Pero debemos reconocer que es una síntesis muy aceptable de las características de la dirección espiritual de quien fue verdaderamente maestro en tan delicado menester.
Jordi Girau Reverter escribe las páginas que llevan por título “Testigo de la verdad” (pp. 175-216). Me parece una de las colaboraciones más flojas de la obra aunque aporte algún dato de interés.
La aportación del seglar José Díaz Rincón, “Alentador de vocaciones seglares” (pp. 217-240), es cariñosa, próxima y también flojita.
Tampoco me parece muy importante el estudio psicológico que hace Rafael Sancho de San Román: “Una personalidad psicológicamente rica y madura” (pp. 241-255), aunque pueda suscribir sin dificultad lo que el doctor Sancho afirma.
Cierra el libro un escrito de página y media de Don Baldomero Jiménez Duque (pp. 257-258) en el que desde la ancianidad retirada evoca al viejo amigo desaparecido.
Don Baldomero afirma que fue “una figura sacerdotal impresionante”. Tras la lectura de este trabajo colectivo no me cabe la menor duda. Aunque, escrito desde la “Fundación José Rivera”, nos gustaría conocer también opiniones distintas y aun contrarias a las que aquí se expresan.
Pese a esto último nos parece un libro del mayor interés, que se leerá con agrado y con asombro, y que nos aproxima a un sacerdote que, cómo hubiera unos cuantos como él, otro gallo nos cantara.