Merluzadas episcopales.
Raro es el obispo que no tenga algo bueno. Como cualquier mortal. Incluso de un asesino convicto y confeso se pueden decir cosas positivas: está muy enamorado de su mujer, quiere a sus hijos, es muy simpático, juega muy bien al mus, hace unas paellas como para chuparse los dedos...
Entiendo que a sus familiares y amigos no les guste que salga en el periódico como asesino. Pero tiene escasísimo sentido que cuando se hable del asesinato cometido alguien salga con las paellas, el mus o lo gracioso que era contando chistes. Pues eso es lo que está ocurriendo con algunos cuando relato una merluzada episcopal.
Se comprendería que alguno desmintiera la merluzada alegando que el periodista del que la he recogido mintió. O que lo que a mí me parece una merluzada no es tal sino una muestra preclara de profetismo. Pero decir que una vez le sonrió de un modo muy simpático, que reza el rosario muy devotamente o que ya ha visitado la parroquia de San Serenín del Monte de Abajo y que en ella se acercó a ver a una viejecita enferma me parece otra merluzada. Aunque ciertamente de menor calibre porque no es lo mismo que haga el merluzo un señor a quien no conocen ni en su casa a la hora de cenar que todo un señor obispo.
Es verdad de fe, de fe histórica, que hay obispos merluzos. Me corrijo, no de fe, que es creer lo que no vemos, porque en ocasiones lo vemos todos. A veces en demasiadas ocasiones. Lo malo no es señalar la merluzada sino hacerla. Con luz y taquígrafos. Pues lo tienen muy claro. Que no las hagan y no se las señalarán.
Yo no hablo de cuestiones secretas, adquiridas de malos modos, con cámaras ocultas, espías a sueldo y micrófonos camuflados. Opino de declaraciones públicas hechas casi siempre mostrándose encantados de haberse conocido. ¿Qué sus amiguetes se duelen de que les apaguen el farol? Pues que no lo hubieran encendido. Aunque una vez más lo cómodo es intentar matar al mensajero.
Los obispos tienen que aprender a hacerse responsables de lo que dicen. Porque hablan para que nos enteremos. No se pueden molestar, ni ellos ni sus amiguetes, de que nos demos después por enterados.