Seguimos con obispos de Extremadura.

Nos dice también que, con la que está cayendo sobre Extremadura por las repugnantes blasfemias, Amaibarra calla el tema y la dedica a reclamar la inclusión de los arciprestazgos toledanos en Extremadura, con Guadalupe como buque insignia, en el arzobispado de Mérida-Badajoz.
Tres eran tres las hijas de Elena, tres eran tres y ninguna era buena. Pues, uno era uno el hijo de Montero, uno era uno y vaya majadero. Yo no sé si este chico nació bobo o si se ha ido haciendo poco a poco. Hasta convertirse en un nacionalista extremeño. Y, como todos los nacionalistas, absolutamente aventado. Qué viva la nación aunque perezca la Iglesia.
Su caso es especialmente suicida. Con que Guadalupe pase a Mérida-Badajoz, Plasencia no gana nada. Pero puede perder mucho. El norte de la diócesis está en tierras salmantinas que, por esa misma razón, deberían pasar al obispado de Salamanca. Con Béjar incluido. Con lo que los poco más de 250.000 habitantes con los que cuenta hoy pasarían a ser ciento y pico mil. Y luego habrá quien se extrañe, y hasta se escandalice, porque le llame majadero.
Y hay todavía más. Extremadura no está dando vocaciones y Toledo rebosa. En la archidiócesis primada los pueblos más perdidos, y ciertamente los radicados en Extremadura, están perfectamente atendidos por sacerdotes jóvenes y entregados. Mientras que los sacerdotes de Plasencia, de Coria-Cáceres y de Mérida-Badajoz se las ven y se las desean para atender a cuatro o cinco pueblos que apenas pueden tener atención pastoral. Pues a este Amaibarra le trae sin cuidado que unos curas, cada vez más viejos, tengan que atender o, mejor dicho, desatender, a seis o siete. Eso es ser un obispo.
Extremadura, esa maravillosa Extremadura que el domingo me encontré en Guadalupe, ha salvado su honor episcopal gracias al cardenal de Toledo que también es obispo de Extremadura. Aviado estaba aquel pueblo amante de su Virgen a quien le ofreció, feliz, mil incomodidades, si sus obispos fueran de la pasta del Alguacil y del Amaibarra. Cuando nombraron al hijo putativo de Montero para Plasencia estaba seguro de que no les iba a llegar un buen obispo. Pero me callé. Tal vez Dios hiciera un milagro. Parece ser que no ha querido hacerlo. De tal palo, tal astilla. Lo malo es lo que le queda a los extremeños del norte de aguantar a semejante astilla. Nada menos que hasta el 2021. Catorce años. ¿Quedará fe en la hermosísima diócesis placentina cuando se vaya? ¿Quedará diócesis?
Conmigo lo lleva claro. No le voy a pasar ni una. Y él sabe que se va a enterar mucha gente.