"Once años de mi vida interminables, aburridos, inútiles… un verdadero régimen cuartelero" El adiós a lo seminarios (II): "Lo primero que advertí al inicio del ministerio fue la inutilidad de mi formación"

Gregorio Delgado
Gregorio Delgado

"Los criterios y orientaciones en la formación clerical no han de basarse, como en el pasado, en la rigidez más absoluta ni la habitual hipocresía clerical"Tampoco es evangélico instaurar un ambiente de crítica irrespirable por su virulencia, su acidez y su negatividad. El superior jerárquico no solía ser respetado, casi siempre salía muy mal parado y, por supuesto, se le exigía que se dejase de contemplaciones y pusiese en práctica el 'ordeno y mando'

"No debería olvidarse, como criterio de valoración de cualquier realidad o como criterio al ejercer la autoridad, la libertad y el propio derecho , el dictado de la propia conciencia, las exigencias del evangelio, el testimonio de vida o el protagonismo de cada cual al configurar su destino"

"Es básico el esfuerzo por sintonizar con los signos de los tiempos. Es un grave error posicionarse a la defensiva. Cuando todo cambia en el mundo y en la sociedad, no se puede enseñar lo contrario: el inmovilismo más negativo, reaccionario y sin sentido"

"Lo primero que advertí al inicio mismo del ministerio es la inutilidad de mi formación. No me servía para casi nada. Por ello es importante atender a la formación humanista del futuro sacerdote así como al proceso del pensamiento y a las ideas que han configurado la civilización en la que vivimos. No sirve de mucho la teología y la moral elaboradas al dictado del Magisterio o sin atender a la realidad existente en el mundo a evangelizar. Hay que prescindir de la ya vieja y superada escolástica"

"Frente al criterio de la prohibición absoluta de acceso a los instrumentos en que se expresaba la cultura de entonces, se ha de adoptar el criterio contrario: facilitarlo al máximo"

"En el futuro ha superarse, sin concesión alguna, el supremacismo clerical""La pasión por la libertad, que ha de caracterizar en el futuro a los líderes religiosos, la aprendí, personalmente, en mis resistencias a las situaciones sufridas en el internado. Igualmente he de atribuir el origen de mi aversión a toda forma de autoritarismo a aquellos once años que tuve que soportarlo en el internado cuartelero. Y, finalmente, mi tendencia a no hablar ni desde púlpitos ni desde ningún lugar situado ‘arriba’ de los demás, también se la debo a aquella experiencia vivida a diario en el internado"

Con esta segunda entrega, que he titulado El aprendizaje interminable no dirigido a la vida, prosigo las reflexiones sobre la cuestión de losseminarios, que, al parecer, Roma desea, por fin, abordar. Ya sé que se dan cita otras muchas cuestiones y aspectos a contemplar. Confío que otros las pongan sobre la mesa de reflexión.

Entre las motivaciones más apremiantes a la hora de decidir mi actitud de futuro he de mencionar, sin duda alguna, una experiencia impactante, que tuvo decisivas repercusiones en mi vida futura. A lo largo de los interminables once años de internado, tuve la oportunidad de intuir que no era oro lo que relucía en la actitud y el testimonio de los líderes del mismo. Pero, lo verificado posteriormente a diario, durante casi un año, desbordó todas las intuiciones y todas las sospechas. Me facilitó obtener evidencias acerca de las principales orientaciones seguidas en mi formación en el internado y la consiguiente preparación para evangelizar el mundo en el que vivía. Se trató de un interminable aprendizaje no dirigido, precisamente, a la vida que existía ‘extra muros’.

Semianrio de Orihuela

El destino quiso que el primer año de ministerio se desenvolviese, en gran parte, en el torno del mismo internado, que acababa de abandonar unos meses antes. Por razones que nunca he podido comprender, se cometió el error de integrarme, a determinados efectos, en el régimen de estancia de los encargados de la disciplina del internado. Todavía puedo visualizar ciertas sobremesas y el mazazo que supusieron en mi espíritu. En mi estimación personal, víctima inocente de cuanto contemplaba con ciertas dosis de escándalo, las susodichas sobremesas se parecían, en muchas ocasiones, más a una ‘casa de locos’ o, mejor, a una ‘casa diabólica’ en la que todos, hacia arriba y hacia abajo, eran juzgados sin piedad. No se dejaba títere con cabeza. ¡Vaya exhibición de rigidez e hipocresía!

 A lo largo de los interminables once años de internado, tuve la oportunidad de intuir que no era oro lo que relucía en la actitud y el testimonio de los líderes del mismo. Pero, lo verificado posteriormente a diario, durante casi un año, desbordó todas las intuiciones y todas las sospechas

En cualquier caso, aquella experiencia tan ingrata tuvo un efecto beneficioso. En efecto, a través de ella, me fue dado a conocer el verdadero ser interior de sus participantes, su auténtico talante, su rigidez de vida, sus múltiples incoherencias e hipocresías. Y, por si lo anterior no fuese suficiente, aquellas sobremesas me facilitaron el acceso directo a los criterios y valores que los dirigentes del internado estimaban básicos en la formación del sacerdote de entonces y que, personalmente, hube de aceptar sumiso durante once años de vida. Sustancialmente se cifraban en transmitirnos el espíritu del clericalismo más rancio, dándole continuidad en el tiempo.

Al creerse sus integrantes en posesión de la verdad y atesorar la solución para cualquier problema eclesiástico, social o político, aquellas sobremesas solían dar lugar a un ambiente de crítica irrespirable por su virulencia, su acidez y su negatividad. El superior jerárquico no solía ser respetado, casi siempre salía muy mal parado y, por supuesto, se le exigía que se dejase de contemplaciones y pusiese en práctica el ‘ordeno y mando’. Consigna que aplicaban ante cualquier situación.

La unanimidad en el juicio y la consiguiente directriz a seguir también aparecía al valorar situaciones de algún subordinado. Sus órdenes y orientaciones debían cumplirse a rajatabla, sin concesión ni benevolencia alguna, salvo que se tratase de un miembro de la muy nutrida, y nada acreditada casta de ‘chivatos’, que solían gozar de ciertos privilegios y excepciones discriminatorias. Todavía recuerdo a un superior, manipulador supremo de cuanto se movía en el internado integrado por los alumnos de los últimos siete años. Nos acusó a unos cuantos alumnos destacados, de modo explícito y formal, de ser los responsables de los problemas académicos de ciertos ‘chivatos’. Debíamos bajar el tono de nuestro rendimiento y pasar por lo que no éramos. ¡Maldita hipocresía!

Jamás, en aquellas sobremesas, tuve la oportunidad de verificar que alguien de sus integrantes alegase, como criterio de valoración de cualquier realidad eclesial o como criterio a tener en cuenta a la hora de ejercer la autoridad, la libertad y el propio derecho del interno, el dictado de la propia conciencia, las exigencias del evangelio, el testimonio de vida o el protagonismo de cada cual al configurar su destino. Daba la impresión de que tales valores culturales y eclesiales estaban proscritos. Ni se mencionaban. ¡Vaya ejemplaridad la que se exhibía!

Además de la caprichosa manía de clasificar a todo el mundo, hacían gala de una falta increíble de adaptación al medio en el que se vivía. Nunca aprecié que aquellos líderes del internado se distinguiesen por sus esfuerzos en sintonizar con los signos de los tiempos. Al contrario, siempre se solían posicionar a la defensiva. ¡Qué pena! Cuando todo cambiaba en el mundo y en la sociedad, te enseñaban lo contrario: el inmovilismo más negativo, reaccionario y sin sentido. Eso de “pensar y vivir como se piensa y se vive en nuestro tiempo” (Castillo 2021) ni soñarlo.

Aquellos once años de mi vida, que dediqué, supuestamente, a la preparación para el futuro ministerio como sacerdote, los recuerdo como interminables, aburridos, inútiles y, sobre todo, no dirigidos hacía la vida futura que me esperaba. ¡Vaya tostón! Los únicos momentos verdaderamente gratos que disfruté fueron cuando traspasaba la puerta de salida rumbo a las vacaciones. Como he referido en la primera entrega (El desacreditado dirigismo clerical), ni se atendió a la formación humanista, ni a la historia del pensamiento y de las ideas que habían configurado la cultura entonces imperante, ni a una enseñanza de la teología y de la moral, por ejemplo, que fuesen más allá de la vieja y muy superada escolástica. Semejante planteamiento ya me pareció entonces exasperante e ineficaz a los efectos pretendidos. ¡Qué pérdida de tiempo, madre mía!

No recuerdo que nunca se nos preguntase qué queríamos aprender, o qué pensábamos que teníamos que saber, o qué posición manteníamos respecto de la cultura imperante en el mundo así como sobre sus valores e ideales, o, por supuesto, qué significaba la adaptación a los signos de los tiempos. Nada de nada. Inmovilismo puro y duro. Nada de protagonismo activo de los receptores de sus enseñanzas. Al contrario, sólo nos correspondía aprender y recitar el viejo plan de estudios. Sólo nos correspondía la sumisión y la obediencia plena y total.

A lo largo de aquellos once años, soportando un verdadero régimen cuartelero, sólo contemplé una reforma educativa. Ésta consistió en levantar una muy ostensible tarima de enebro en todas y cada una de las aulas. En ella se acomodaba una amplia mesa desde la que profesor de turno peroraba sus áridas lecciones de acuerdo a un estricto plan de estudios, abstracto y teórico, absolutamente inadaptado a los tiempos que vivíamos, fiel observante de las orientaciones romanas. La relación individual profesor/alumno era simplemente inexistente, tanto en los aspectos intelectuales como relacionales o anímicos. Uno se limitaba a dar cuentas de lo aprendido a través de exámenes escritos que, sobre todo, exigían en el examinado la demostración de una gran capacidad memorística. Y, nada más. El profesor de turno ignoraba casi todo de sus alumnos. Si tenía alguna información era de segunda mano: la que le hubiese podido trasladar alguno de las responsables directos de la disciplina interna.

Aquel viejo edificio del seminario conciliar, por cierto muy bien remodelado y ampliado desde una perspectiva arquitectónica, se distinguía por sus inmensos pasillos y por sus paredes frías, sin adorno alguno que complaciese la vista, sin ni tan siquiera simples copias o reproducciones de obras maestras de la pintura, nacional e internacional, que estimulase su contemplación e identificación. Todo un modo de entender el mundo en que vivíamos y la cultura que se había venido generando en el mismo. Se prescindía de la misma. No interesaba. Ello explicaba la prohibición absoluta existente de acceso a la biblioteca y a los medios de comunicación social.

Aula

Todavía hoy en día recuerdo el rito ‘mayestático’ de entrada de algunos profesores al aula, sobre todo la de aquellos que protagonizaban toda clase de ritos en el culto diario en la Catedral. ¡Qué entradas, qué recorrido hasta la tarima, qué subida tan solemne a la misma! Todo un rito ceremonioso del clericalismo imperante. Todo un símbolo del modo clerical de entender la propia Iglesia y la relación profesor/alumno: jerarquía, sumisión, obediencia total. Eras tratado, incluso cuando estabas a punto de ordenarte sacerdote, como un menor de edad. Tu función era la de escuchar, aceptar lo enseñado, someterte y obedecer. No estaba permitido, en ningún caso, contradecir lo mandado, y menos en público. Su transgresión te garantizaba siempre un castigo ejemplar.

Semejante método educativo conllevaba aparejadas múltiples derivadas de muy difícil comprensión y aceptación. Siempre me posicioné en la oposición y la resistencia a todo ello. Sentía una especie de instintiva rebeldía frente a tanta presión y coacción, frente a tanta negación de la inteligencia, frente a tan manifiesta falta de sentido común. Aquella situación me resultaba inaguantable. De ahí mis resistencias claras y, en consecuencia, mis problemas disciplinarios. Siempre fui visto como contestatario y rebelde. A decir verdad, nunca me importó. Al contrario, me sentía complacido con semejante trato.

Cuando, ya pasado mucho tiempo, he querido buscar los antecedentes reales de mi pasión verdadera por la libertad, no he tenido más remedio/explicación que volver la mirada a aquellas situaciones protagonizadas en el internado. Igualmente he de atribuir el origen de mi aversión a toda forma de autoritarismo a aquellos once años que tuve que soportarlo en el internado cuartelero. Y, finalmente, mi tendencia a no hablar ni desde púlpitos ni desde ningún lugar situado ‘arriba’ de los demás, también se la debo a aquella experiencia vivida a diario en el internado. Me tomé la pequeña revancha de no utilizar nunca la tarima majestuosa y separadora en el curso de historia que impartí en aquel internado de los horrores. Es más, mi tendencia frente a todo lo dogmático y separador me ha acompañado sobre todo en mis clases universitarias en las que jamás utilicé semejante artilugio diferenciador e impartía mis enseñanzas a pie de aula, mezclado entre los alumnos y a su mismo nivel. No entendía otra posición diferente.

"Quiero rendir un sincero homenaje de agradecimiento a los sucesivos maestros de escuela del pueblo donde nací. Fueron ellos quienes, en realidad, inocularon en mi espíritu la pasión por la lectura, por la verdad y por el saber"

En este momento, quiero rendir un sincero homenaje de agradecimiento a los sucesivos maestros de escuela del pueblo donde nací. Fueron ellos quienes, en realidad, inocularon en mi espíritu la pasión por la lectura, por la verdad y por el saber. Siempre suelo subrayar que fue en la escuela de mi pueblo donde leí, por vez primera, El buscón, de Quevedo. A partir de aquí, he seguido cultivando tales pasiones y aprendiendo las pocas cosas que me han servido en la vida. ¡Mi reconocimiento absoluto!

Finalmente, deseo terminar este breve recorrido, con un texto de Stefan Zweig, que, según mis notas extraídas de la lectura de algunas de sus obras, reza así: “… el impulso espiritual, la capacidad de captar del espíritu, tan sólo se adquiere en los decisivos años de formación y sólo aquel que ha aprendido a expandir su alma a los cuatro vientos a tiempo, es capaz más tarde de abarcar el mundo entero. Cierto. Doy fe. En mi caso, creo que ha sido una realidad esplendorosa.

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