Prepublicación del nuevo título de Pablo D'Ors en Galaxia Gutemberg 'Biografía de la luz': un ensayo escrito para todos aquellos a quienes interese la búsqueda espiritual

Pablo d'Ors
Pablo d'Ors

Presentamos a continuación el nuevo libro de Pablo d'Ors, 'Biografía de la luz', "una aproximación al Jesús místico y, sobre todo, al Cristo interior, faro de luz para todos

En palabras del autor, "la clave para entender esta de esta lectura es, evidentemente, la luz; pero no sólo la de quien se definió a sí mismo como Luz del mundo, sino también la de todos sus seguidores y, más inclusivamente, la de todos los hombres y mujeres hambrientos de espíritu"

"Me ha interesado lo que los evangelios dicen de nosotros hoy. Porque el evangelio es la historia de nuestra propia vida: una guía para aprender a ser quienes somos y para tener el coraje de vivir de otra manera"

"Biografía de la luz es un testimonio modesto, discutible, limitado, pero me ha parecido que también lo suficientemente hermoso como para compartirlo"

"Todo lo que se cuenta en los evangelios, y que creía saber de memoria, comenzó a resonar en mí de forma distinta hace unos años. En mi infancia, los escuchaba o leía como cuentos o mitos; de joven, aprendí a leerlos en clave teológica e histórico-crítica; más tarde, convencido de su inmensa riqueza, lo hice desde una perspectiva moral y pastoral. Siendo útiles y necesarios, estos tres tipos de lectura del texto sagrado admiten y hasta piden una cuarta: la simbólica, sapiencial o mística. Quiero decir que leer desde el interior –‍y ya veremos qué significa esto‍– es lo que de verdad nos alimenta. Ésta es la razón por la que he escrito este libro: una interpretación muy personal de la figura y del mensaje de Jesús de Nazaret.

Claro que todo lo que pueda decirse o escribirse sobre Jesús y su evangelio estará cargado siempre, necesariamente, del peso de la tradición y de la fe. Por ello, toda aproximación literaria a Jesús debe ser modesta. Es el caso, desde luego, de esta Biografía de la luz: un ensayo escrito para todos aquellos a quienes interese la búsqueda espiritual.

La clave para entender esta Biografía de la luz es, evidentemente, la luz; pero no sólo la de quien se definió a sí mismo como Luz del mundo, sino también la de todos sus seguidores y, más inclusivamente, la de todos los hombres y mujeres hambrientos de espíritu. Esta óptica tan amplia ha sido para mí siempre capital, persuadido como estoy de que todos estamos llamados al despertar, por lejos que podamos sentirnos todavía de algo así. Me ha interesado lo que los evangelios dicen de nosotros hoy. Porque el evangelio es la historia de nuestra propia vida: una guía para aprender a ser quienes somos y para tener el coraje de vivir de otra manera.

Las perspectivas que han guiado mi escritura han sido tres: la existencial (los dilemas vitales que el texto plantea), la meditativa (el evangelio como mapa de la consciencia) y, por último, la artística (sus principales metáforas e imáge-nes arquetípicas).

Lectura existencial significa que la pregunta ¿quién soy yo?, está detrás de cada uno de mis comentarios. No se tra-ta, evidentemente, de una pregunta que admita respuestas definitivas, acaso ningún tipo de respuesta: no es un dilema que haya que resolver, sino más bien un horizonte con el que hemos de convivir. Mantener esta pregunta viva es ya empezar a responderla. Como ningún otro texto del mundo (al menos que yo conozca), el evangelio presenta de mil y una maneras –‍con evocadoras imágenes, historias iniciá-ticas y sentencias inolvidables‍– esta eterna e irresoluble pregunta. Nunca he leído un texto que, como el evangelio, me abra tanto a las paradojas de la vida, que son la puerta para maravillarnos de su grandeza.

Sobre la lectura meditativa quiero advertir que esta Biografía de la luz no se plantea de forma meramente temática (parábolas, milagros, encuentros…) y hasta cierto punto cronológica (infancia, vida pública, pasión, pascua…), sino que pretende ser algo así como la semblanza íntima de todo meditador: una suerte de plantilla para entender la propia experiencia contemplativa. Porque una vez que se inicia la aventura del silencio interior, una vez que se vislumbra el horizonte y se disciplina uno para caminar hacia él, con lo que todo meditador se encuentra es con la oscuridad que tiene dentro. Sólo sorteando las trampas de su mente y acogiendo en su corazón esa palabra que nace del silencio, llegará ese meditador, tras mil y una peripecias, al descubrimiento del Yo soy. Confío que esta vertiginosa síntesis haga com-prender, al menos a quienes ya están en el camino, que este libro ha sido pensado como un itinerario interior. Este planteamiento es seguramente singular, en la inabarcable bibliografía sobre Jesús.

Lectura

Ni decir tiene que hay otros autores que han leído e interpretado el evangelio desde una clave similar o complementaria. Abundan hoy los manuales de cristología y, sobre todo, las aproximaciones al Jesús histórico, cada vez mejor docu-mentadas. Su valor es indudable, pero mi punto de vista es otro: una aproximación al Jesús místico y, sobre todo, al Cristo interior, faro de luz para todos. Lejos de mi intención, sin embargo, querer quedarme sólo con el Cristo de la fe. Quien crea que pierdo o difumino la particularidad de la fi-gura auténtica de Jesús de Nazaret, no habrá entendido en absoluto el propósito de esta obra.

Con lectura artística, apunto a mi deseo de que la Biografía de la luz sea también algo parecido a un manual poético de la interioridad. De ahí que presente algunas de las imágenes para mí más evocadoras del evangelio –‍de las miles que contiene. Al fin y al cabo, Jesús no fue sólo un profeta, sino un extraordinario poeta que captó como pocos las aspiraciones y oscuridades del corazón humano y que supo expresarlas con admirable belleza.

La práctica de la meditación que ha ido colonizando mi vida –‍y que cuajó en su día en la escritura de la Biografía del silencio, un breve ensayo que tuvo una muy buena e inesperada fortuna‍– se sedimenta ahora en esta nueva biografía, continuación natural de la anterior.

Es poco menos que imposible que un sacerdote que sea escritor no se decida a vérselas, antes o después, con la figura de Jesucristo. El desafío ha comportado para mí, ciertamente, algunos riesgos: ahora, por ejemplo, puedo decir que conozco a Jesús mucho mejor que hace cinco años, pero también que me he dejado atrapar más por su misterio y que, por ello, necesito de más silencio. Yo siempre queriendo seguir mi camino, mi propia consciencia, hasta que he descubierto –‍¡oh, sorpresa!‍–‍ que ese camino es el suyo y que Él es la Consciencia.

Para terminar, diré que, como casi cualquier otro libro, éste puede ser leído de principio a fin, pero también abriendo el libro al azar, por episodios sueltos. Todos los pasajes, sin embargo, han sido ordenados por temas y con un criterio mistagógico (de iniciación a los misterios), lo que permite que cada uno de los doce capítulos pueda leerse de forma relativamente independiente. Lo ideal, en cualquier caso, es una lectura espiritual, es decir, orada, meditada y compartida, sea con un acompañante o con un grupo. Sólo este tipo de lectura ayudará de forma significativa al crecimien-to espiritual.

Biografía de la luz es un testimonio modesto, discutible, limitado, pero me ha parecido que también lo suficientemente hermoso como para compartirlo. En ningún momento he querido ofender a nadie con mis interpretaciones, pues creo que la fe de los sencillos debe ser preservada. Los pequeños y sencillos nos hacen ver cosas que, ciertamente, no veríamos sin ellos. Por gratitud, he procurado ser fiel a la Tradición, que más respeto y amo cuanto mejor la conozco. Así que ésta es la buena noticia que os anuncio: una invitación a mirarnos por dentro y, como consecuencia, a cambiar por fuera. El futuro dirá hasta qué punto he conseguido mi propósito."

EL AUTOR

A continuación, pueden leer aquí dos capítulos

5. El niño

El nacimiento del espíritu

Estando ellos allí (en Belén), le llegó la hora del parto y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque NO HABÍAN ENCONTRADO SITIO EN LA POSADA. (Lc 2, 6-7)

Todos preferimos alojarnos en un gran hotel, con todo lujo de comodidades, antes que en una gruta desolada y fría en cuyo interior quién sabe con lo que podríamos encontrarnos. Nos disgusta –‍y hasta nos indigna‍– si por cualquier razón nos rechazan y, con frecuencia, ponemos el grito en el cielo si no nos dan el trato que creemos merecer. Ahora bien, para encontrar al niño que fuimos y somos, para recuperar nuestra naturaleza original, hemos de soportar esos atropellos. Toda búsqueda espiritual comporta –‍ya lo he dicho‍– incom-prensión y hasta rechazo. En este mundo no hay lugar para que pueda abrirse paso el yo profundo, que siempre debe nacer extramuros.

Una persona auténtica es siempre una amenaza, una rara avis a la que se podrá admirar o rechazar, pero a la que inevitablemente se señalará y mantendrá aparte –‍no vaya a ser que haya otros que se contagien y quieran imitarle.

El mundo suele estar enredado en asuntos demasiado importantes –‍o eso cree‍– como para prestar atención a un par de forasteros que quién sabe lo que harán por ahí, a esas horas de la madrugada. El mundo está en el rendimien-to laboral, en las responsabilidades familiares, en las cosas materiales y tangibles, en lo pragmático… No puede permitirse perder el tiempo en sentimentalismos. De modo que sus puertas siempre se cerrarán al nacimiento del espíritu. Lo más grave, sin embargo, es que también se cerrarán, probablemente, las puertas de nuestro interior: resis-tencias, prejuicios, cautelas, miedos... Presionados por nuestras supuestas e incontables «obligaciones», asegura-mos no tener posada ni para nosotros mismos.

Pablo d'Ors
Pablo d'Ors

María y José emprendieron un viaje muy largo a sabiendas de que su hijo nacería antes de que estuvieran de vuelta y, por ello, sin garantías de condiciones adecuadas para el parto. La única explicación posible a este acto temerario es que su confianza en Dios era absoluta. No dudaban de que las cosas serían como tenían que ser y, en consecuencia, que allí donde su hijo naciese sería sencillamente el mejor de los lugares posibles.
Ese lugar fue una cueva muy oscura, sólo tenuemente iluminada por las estrellas. Antes de acomodarse entre la paja –‍para preparar el inminente parto–‍, María y José perciben que no están solos del todo en medio de aquella tinie-bla. Junto a ellos están la mula y el buey, aunque sus ojos tardan en habituarse a las sombras para poder reconocer-los. Es de suponer que los animales se han sobresaltado un poco ante esta inesperada visita.

La oscuridad que encontramos en nuestra mente cuando nos sentamos en silencio a meditar es muy parecida a la que reina en esa cueva de Belén. No se trata normalmente de una oscuridad terrorífica, aunque a veces pueda imponer. Es más bien una oscuridad en la que hay algo que respira. Eres tú mismo, por supuesto: el animal que hay en ti, la vida orgánica, lo más instintivo o primordial, lo que sostiene todo lo demás.

En lo más profundo de la mente, lo que nos espera son nuestros animales interiores, que suelen darnos mucho miedo. De hecho, pocas cosas hay que nos aterroricen tanto como nuestros instintos. Reconocerse en la mula y en el buey –‍más allá de la imagen candorosa que de ellos nos ha transmitido la cultura y la religión–‍, comprender que en el fondo somos muy parecidos a ellos en nuestra búsqueda de calor y de seguridad…, todo eso es ya, ciertamente, un gran logro. El animal que llevamos dentro es lo primero con lo que conviene familiarizarse para emprender el camino espiritual. Todo lo intelectual y lo emocional desaparece cuando se lle-ga a esas profundas cavernas del ser.

Así que los animales fueron los primeros testigos del nacimiento de Cristo, conocido como el Mesías. El cuerpo es siempre lo primero. Si no se entra por el cuerpo, no se va a ninguna parte. Primero vienen los animales, sólo luego los pastores y, por último, al final de todo, los grandes sabios. Lo divino, aunque sorprenda, nace en nosotros junto al animal.

Éstas son las claves para que el niño que llevamos dentro pueda nacer. Sin entrar en la propia cueva y sin acompañar la respiración de los animales, no hay nada que hacer.

Nuestro niño interior nace también de la Virgen y de san José, su esposo. Porque todos llevamos una Virgen dentro –‍ya lo he explicado más arriba–‍: un territorio interior en el que todavía y casi inexplicablemente pervive la inocencia. Ese punto virgen siempre está preñado, es decir, en proceso de gestación, preparándose para alumbrar. Nuestro ser ori-ginario está destinado a ser el escenario de un nacimiento y de una plenitud. Todos tenemos dentro una criatura que quiere nacer: un proyecto, una idea, una misión... Lo puro, lo oculto e invisible, es fecundo, ése es el mensaje. Vacia-miento y alumbramiento, virginidad y maternidad, pobre-za y belleza…: el cristianismo se articula en estos y otros tantos binomios paradójicos.

El ángel de la anunciación apenas da explicaciones, se limita a cumplir su cometido de informar. De María se espera que acoja esta insólita noticia y que, sin más, la incorpore a su vida, éste es aquí el verbo justo. Porque el papel que tuvo María en esta biografía de la luz fue esencialmente corporal: su cuerpo empezó a sufrir transformaciones, ha-bía quedado encinta.

El dilema existencial de José fue la propia María: un misterio que no entendía y que aprendió a contemplar. José es, en este sentido, el testigo y, por ello, nos representa a cada uno de nosotros. José es la consciencia, llamada siempre a contemplar un mundo que no comprende. Él tuvo que fiarse de su inconsciente para que naciera el niño, nuestro maestro.

De modo que lo espiritual (el Niño) es el inesperado fruto de un trabajo contemplativo con el cuerpo (María) y de un trabajo contemplativo con la mente (José). María, José y el niño son, por tanto, el cuerpo, la mente y el espíritu, lo que significa que la sagrada familia es nuestra permanente aventura interior: María, la creación; José, la consciencia; el niño, el fruto, la luz.

Pero hay dos condiciones para que el niño pueda nacer también en cada uno de nosotros: José y María. José: entrar en lo más profundo de nuestra mente, en nuestra cueva interior. Y María: descubrir, cuando vamos a dar a luz, que en esa cueva sólo están la mula y el buey, esto es, el cuerpo, lo animal. De este encuentro entre mente y cuerpo nace el espíritu.

El espíritu es como el niño, un torrente de vida impredecible. Un niño aparece donde no había nada y, con lo pe-queño que es, logra –‍antes incluso de nacer‍– que todo gire en torno a él. El niño lo llena absolutamente todo con sus gritos y reclamos. Se quiera o no, es siempre centro de atención. Llena la habitación con su voz, colma de sentido el corazón de quienes le crían. Desordena la vida de sus padres y, aunque nadie lo diría al verlo dormir, desde que viene a este mundo, al menos hasta que crece, consigue ser el rey.

Mientras tanto, en el cielo de Belén, tímida pero visiblemente, ha empezado a brillar una estrella. Esto significa que todo lo que nos pasa por dentro, por oculto o modesto que parezca, tiene una repercusión universal. La luz del alma tiene su correspondiente en la luz del cielo: ambas es-tán ahí para iluminar e irradiar, es decir, para servir de guía a otros. Éste es el sentido del alumbramiento de nuestro niño interior: colaborar a la iluminación general.

15. El diablo

Encontrarse con lo oscuro es un regalo

Jesús, lleno de Espíritu Santo, se alejó del Jordán y SE DEJÓ LLEVAR POR EL ESPÍRITU AL DESIERTO durante cuarenta días, mientras el dia-blo lo ponía a prueba. (Lc 4, 1-2)

Jesús no va al desierto por su propia voluntad, sino conduci-do por el Espíritu, es decir, impulsado por una fuerza mayor. Al desierto no se va porque a uno le apetezca, o porque le hayan invitado a hacer una experiencia. Se va porque no se tiene más remedio: hay algo poderoso que tira de nosotros y que, al final, nos ha hecho comprender que hemos de parar y ponernos de una vez por todas a escuchar. Que hemos de volver a empezar. O, simplemente, empezar de verdad, pues-to que todo lo anterior ha sido un mero preámbulo.

Este Espíritu, al que Jesús obedece con alegría, está re-presentado en el imaginario cristiano por una paloma. To-dos tenemos una paloma interior que nos guía –‍o que al menos lo intenta‍– a nuestro propio centro. Claro que el camino hacia ese centro no es siempre un camino de ro-sas: esa paloma no siempre nos conduce a lugares bonitos o agradables –‍como nos gustaría–‍, sino también a sitios desapacibles y hasta inhóspitos que, por alguna razón que inicialmente no comprendemos, nos convienen. Es una paloma de la que es bueno fiarse, si bien habrá ocasiones en las que nos pesará haberla obedecido.

El desierto, como imagen, es la otra cara del jardín. Si aquí, en el Edén, todo es armonía y placer, allá, en el desierto, es donde el mal acostumbra a presentarse. Es com-prensible: en el mundo suele haber demasiado ruido como para que el mal se pueda distinguir (lo que no significa que no esté presente). En el mundo todos solemos ser víc-timas inconscientes de espíritus malignos, que juegan con nosotros, poniéndonos fácilmente a su merced. En el de-sierto, en cambio, al no reinar ahí las prisas ni la confu-sión, es donde podemos desenmascararlos y hasta vencer-los, alejándolos de nosotros durante una temporada, casi nunca para siempre.

De modo que la paloma, que es quien nos ha conducido al desierto, es la responsable de nuestro encuentro con la sombra. Dicho de otro modo: encontrarse con lo oscuro, identificarlo, es un regalo del espíritu. Nadie lo imaginaría de entrada, pero darse cuenta de las tinieblas que reinan en el mundo y en nuestro corazón es el mejor indicio de que el camino espiritual ha comenzado. Nuestra biografía de la luz empieza con la consciencia de la sombra.

Sombra

Quien tiene una misión tiene también ante sí posibles y pe-ligrosas desviaciones. No hay nada sin obstáculos. Una meta sin obstáculo no es una verdadera meta. Siempre hay algo que conseguir, aunque tan sólo sea la consciencia de que no hay nada que conseguir. Una misión dinamiza a la persona, la pone en movimiento y en la positiva tensión del cumplimiento.

Siguiendo el ejemplo de su primo Juan, para discernir bien cuál es exactamente su misión y cómo desarrollarla, Jesús se aleja de todo y de todos durante algunas semanas. Para no ser distraído por nadie ni por nada, decide ir solo y ayunar. Soledad y sobriedad –‍piensa–‍, me ayudarán en mi discernimiento vital.

Como esta fase preparatoria requeriría de cierto tiempo, Jesús partió sin fecha de regreso. Todos los retiros deberían ser así: uno no debería volver hasta no haber cumplido elpropósito que le impulsó a partir. Puede uno calcular que un discernimiento o una purificación le van a llevar una semana, pero puede luego encontrarse con que necesita dos o –‍también esto es posible‍– con que ese asunto que le llevó al desierto se ha resuelto inesperadamente en pocas horas. Lo normal, en cualquier caso, es que todos necesitemos de bastante tiempo para limpiar, sobre todo si se trata de un discernimiento vocacional.

Para ilustrar la necesaria extensión de este tiempo de examen o de prueba, la biblia utiliza el número cuarenta: el diluvio universal, por ejemplo, duró cuarenta días y cuarenta noches; Israel pasó cuatrocientos años (40 × 10) esclavizado por Egipto, otro ejemplo más. Pero hay mu-chos otros: Jonás predicó en Nínive durante cuarenta días. Cristo, además de los cuarenta días que se retiró al desierto, pasó entre los hombres –‍según los evangelistas‍– otros cuarenta tras su resurrección, antes de su ascensión definitiva. Sólo un tiempo prolongado acrisola una voca-ción, que para su clarificación y fortalecimiento debe ser necesariamente puesta a prueba.

Cuarenta días con sus noches –‍y todos ellos sin comer‍– es, desde luego, un ayuno muy largo. Una verdadera prueba de resistencia. El candidato debe mostrar sí o sí la madera de la que está hecho. El cuerpo se pone al límite precisamente para que el espíritu se manifieste. Porque el vacío de alimento (material) predispone y refuerza el va-cío de ideas (mental) y de apegos (afectivo o sentimental). Todo trabajo espiritual es sobre el cuerpo y sobre la men-te, no puede ser de otra forma. Todas las tradiciones reli-giosas contemplan el ayuno y la meditación como sus prácticas espirituales más beneficiosas. Los buscadores espirituales de todos los tiempos han entendido que entre-narse es la única forma para afrontar con posibilidad de éxito el combate contra lo oscuro.

Lo oscuro

Si la naturaleza del símbolo es unir –‍como revela su etimología–‍, la del diabolo –‍que es como la tradición cristiana llama al espíritu maligno‍– es precisamente separar.

Al diablo se le representa como a un ser con cuernos y cola porque nos gustaría creer que es alguien muy diferente a nosotros y alguien que está fuera. Pero eso es escaparse de la cuestión. El diablo está dentro (todo está dentro) y, ade-más, se parece tanto a nosotros que a cualquiera podría confundir y hacer creer que somos nosotros. Esto es lo más desconcertante de todo: que entre nuestro diablo y nuestro ángel la diferencia es mínima, aunque de consecuencias gi-gantes. Los padres y las madres del desierto –‍la primera corriente de espiritualidad cristiana‍– han reflexionado pro-lijamente sobre la naturaleza del diablo o espíritu del mal, así como sobre sus procedimientos más habituales. Resu-mo en tres sus principales enseñanzas.
Primera: al diablo nunca hay que convocarle, pero sí estar preparados para su visita, pues antes o después ven-drá. Esto es lo primero que conviene saber: que el combate debe librarse y que tú no serás exonerado. Siempre hay re-sistencias que vencer, nudos que desatar y tinieblas que atravesar. El camino nunca es simplemente recto y llano, sino más bien largo y sinuoso.

Segunda: el diablo ataca siempre por nuestro flanco más débil. Es un enemigo tan malintencionado y astuto que pre-senta como atractivo y amable lo que al final se revela como decepcionante. Da al mal apariencia de bien. Llama vida a lo que sólo son sucedáneos. Y da en razón de quién es el que recibe. Así, por ejemplo, si eres un intelectual, te hará brillantes razonamientos. Si eres un artista, te prometerá la gloria. Si un político, el poder. Si un hedonista, evidente-mente, el placer. Si eres un espíritu cultivado, te tentará con sutileza. Si eres un espíritu simple, por el contrario, lo hará con grosería. El diablo, como león rugiente –‍puede leerse en la biblia–‍, ronda siempre buscando a quién devorar, es decir, tratando de sacar al hombre de su camino hacia sí mismo. Su misión es tentar. Una tentación no es otra cosa que una distracción biográfica, así como una distracción no es sino una tentación mental.

Y tercera y última: al diablo, como al ángel, se le reco-noce por los frutos que proporciona. Si el bien genera paz; el mal, en cambio, inquietud e insatisfacción. El ángel en-gendra amor; el maligno, aislamiento e indiferencia. Uno, alegría y levedad (esto es lo que simbolizan las alas); el otro; tristeza y pesadumbre. Parece sensato, por tanto, es-cuchar las lecciones de los maestros, si es que pretende-mos adentrarnos en un desierto y salir vivos de él.

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