Agua de la vida y de la muerte

Vivo en el semiárido brasileño, una región donde el agua es un elemento de particular importancia en la vida de la gente. Cuando llueve todo cambia, casi siempre para bien, pero a veces también para mal, provocando tragedias que difícilmente serán olvidadas durante varias generaciones.

Tenía pensado escribir en estos días sobre la parte buena del agua, aquella que genera vida. Esto a partir de un encuentro de Cáritas, de varias diócesis, que tuvo lugar este fin de semana aquí en el salón parroquial de Andaraí. El trabajo de cáritas en esta región está muy relacionado con el agua, haciendo posible que la vida de las familias que viven en el campo mejore a partir de la construcción de cisternas y otros elementos que posibilitan el almacenamiento de agua.

Son construidas cisternas de 16 mil litros, que recogen el agua del tejado y que es usada para beber y cocinar, haciendo posible que una familia de 5 personas pueda tener agua para 8 meses. Hay otras de 52 mil litros que son usadas para plantar pequeñas huertas que producen verduras para el consumo familiar y pequeñas represas, que son usadas por varias familias con el mismo fin. Son proyectos que hacen que las cosas sean un poco mejores para quien siempre tuvo poca cosa y pocas oportunidades en la vida.

Todo esto porque en esta región las lluvias son escasas y cuando llegan generalmente es en forma de tormentas, que provocan grandes trombas de agua, de mayor o menor volumen. Esto se ha visto agravado en estos últimos años, en los que la región está sufriendo la mayor sequía en varias décadas.

Pero en la noche del sábado, esta lluvia tantas veces esperada se volvió señal de estrago, de muerte, de una situación catastrófica. Sucedió en la pequeña ciudad de Lajedinho, situada a unos 80 km de aquí, donde viven unas dos mil personas. Una tromba de agua se llevó todo lo que encontró a su paso, incluidas 17 vidas, provocando una de las mayores tragedias en la historia de la región.

Ayer por la tarde fui a la ciudad, quería hacerme presente en el entierro de las personas que murieron, ser solidario con el sufrimiento de una ciudad desecha, física y psicológica-mente. Lo que allí vi fue espeluznante, un panorama que nunca había contemplado y que todavía ahora provoca que mis ojos se llenen de lágrimas. Estaban presentes el obispo de nuestra diócesis, Don André de Witte, el padre que acompaña aquellas comunidades, el misionero italiano Luigi Gibelini, el padre Erivaldo Gomes de Almeida, con quien conviví en los últimos años y que hoy acompaña las comunidades que yo acompañé en mis primeros años en Brasil, y yo. Los gritos de dolor de la gente eran desgarradores.

Fueron enterradas once personas, las primeras en ser encontradas, después de ser traídas de vuelta de los lugares donde fueron realizadas las autopsias. Todavía faltan otras seis, cinco que fueron encontradas a lo largo del día de ayer y un niño, de unos diez años, que todavía no ha aparecido. En algunos casos los cuerpos fueron arrastrados por el agua a una distancia de unos 30 km.

De todo esto se aprenden varias lecciones, la primera es que no podemos empeñarnos en querer dominar una naturaleza cuyas fuerzas son muy superiores, pues la ciudad fue construida en el lecho de un río y la tala de árboles, especialmente en las grandes haciendas que están alrededor de la ciudad, fue tan grande que cualquier lluvia que cae no es detenida por nada y baja por las laderas con una fuerza impresionante.

La segunda lección es ver cómo el ser humano es solidario, como la gente ayuda y se sensibiliza frente al sufrimiento de las personas. Es verdad que esta actitud debería ser constante, pero no es menos cierto que todavía está presente, aunque sólo sea en estos momentos.
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