Sencillamente un cura sencillo. El legado de Don Cosme

El miércoles la parroquia de los Desamparados acogía el funeral por el sacerdote Cosme Montejo. Este sacerdote, nacido en Vitoria en septiembre de 1931 y ordenado el 12 de agosto de 1956, ha vivido una parte importante de su vida ligado a la céntrica parroquia vitoriana. Pero, como destacaron en el funeral, que concelebraron 50 compañeros, entre ellos muchos de su curso, y que fue presidido por el obispo, monseñor Elizalde, sus primeros años como sacerdote vividos en equipo con otros dos compañeros, Cecilio y Félix, marcaron mucho su trayectoria sacerdotal. En otro momento de su vida fue destinado a la localidad llodiana de Gardea, desde donde se organizó un autobús para asistir al funeral prueba del recuerdo y el cariño que tras los años se mantenía con las gentes de esta localidad alavesa. Otros destinos fueron la capellanía de las Domincas en Vitoria o la atención de los pueblos de Ilárraza, Oreitia y Cerio. Los últimos años en activo los pasó colaborando en el sacramento de la reconciliación en los Desamparados.


Además de la semblanza de su biografía en el funeral el obispo tomó como base de su homilía palabras del Papa Francisco, quien describe el perfil de los sacerdotes, y fue aplicando esas características a la imagen que de D. Cosme, en pequeñas pinceladas le habían trasladado.

El momento más emotivo quizá fue cuando tras el responso monseñor Elizalde trasladó a la comunidad la responsabilidad de encontrar el relevo de las vacantes sacerdotales que como la de D. Cosme vayan quedando.

Non solum sed etiam

Cosme Montejo, Don Cosme, ha sido un sacerdote sencillo, dispuesto, discreto y ahí radicó su valía para cuantos trabajaron codo a codo con él. D. Cosme pertenece a esa generación de sacerdotes que mamaron en el Seminario Diocesano de Vitoria esa máxima de "Ser siempre sacerdote, sólo sacerdote y en todo sacerdote".
Yo lo recuerdo en su etapa de colaborador en las tareas pastorales de la parroquia de Ntra. Sra. Madre de los Desamparados al lado de D. Javier Illanas. Y el recuerdo me lleva a aquella escuela de monaguillos que él creó y mimó. Con la perspectiva de los años uno descubre que aquella iniciativa era, no solo un espacio de formación en la liturgia y una oferta lúdica más de las muchas que ofrecía en aquellos años la parroquia. La escuela de monaguillos era un espacio para educar la vocación cristiana y para fomentar las vocaciones religiosas. De hecho muchos de los que pasamos por aquella escuela acabamos un tiempo en el Seminario. Ninguno, que yo recuerde, de quienes pasaron por ahí acabaron ordenándose de sacerdotes, pero en todos sin duda el paso por las manos de D. Cosme dejaría una impronta positiva para ser buenas personas primero y buenos cristianos.
En un mundo en el que se valora mucho esa ansia unamuniana de eternidad, ese dejar huella en este mundo teniendo un hijo, escribiendo un libro o plantando un árbol, destaca el testimonio y la huella de personas que no se preocuparon por destacar ni dejar huella y emplearon su tiempo en servir con fidelidad a su vocación. Dejando en quienes lo conocieron y trataron ese regusto que le recuerda a uno esos versos de Machado: “Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno; y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.”


Y hablar de D. Cosme sin mentar a su hermana Elena no sería de justicia. Su hermana, madre, compañera, su sombra y su Ángel de la Guarda en la tierra, el aporte femenino a una vocación sacerdotal que muy probablemente le dio un equilibrio solo apreciable con la distancia de los años.

Ojalá que la pérdida de D. Cosme se convierta en la semilla que ya en tierra da frutos y que entre ellos estén una de sus preocupaciones, las vocaciones sacerdotales.

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