"¿Cómo discernir una aplicación fundada de una gratuita?" Invalidez del matrimonio y tradición eclesiástica
(José María Rivas)- Los cánones 1087 y 1088 del CIC formulan respectivamente la invalidez del matrimonio atentado por «quienes han recibido las órdenes sagradas» y por los que «están vinculados por voto público perpetuo de castidad en un instituto religioso».
Dejando aquí de lado datos históricos, en la actualidad vienen a ser como muros que en la práctica cortan el paso a la posibilidad de eludir, mediante celebración pública no eclesiástica, los inconvenientes y limitaciones del matrimonio clandestino. Buen ejemplo de ello es el conocido caso del arzobispo Milingo, fuera esa o no su intención. Pero considerados ambos cánones desde la perspectiva de la invalidez, merecen el mismo comentario que el ya formulado en mi escrito anterior sobre el Decreto "Tametsi".
Los dos, en efecto, condicionan la validez a requerimientos extraños y ajenos al "ser real" propio del matrimonio. Como tales, nunca podrán evanescerlo. De este poder sólo goza, como es sabido, la falta de alguno de los elementos esenciales, tanto del matrimonio como del consentimiento matrimonial; y de esta falta, ni Roma se atribuye la capacidad de dispensar, mientras que de las otras sí (CIC, c. 1.078).
Por lo que respecta a la invalidez del matrimonio del religioso, resulta además llamativo que la misma doctrina canónica la fundamente, pese a sostener la bondad evangélica de los votos, no en tenerlo perpetuo de castidad, sino en que éste sea "público en instituto religioso", y supuesto que se siga perteneciendo a él.
Es decir: que el matrimonio es válido aunque se tenga ese voto, cuando se trata del privado; o del emitido, ya en instituto secular; ya en sociedad de vida apostólica; ya en otra forma de "vida consagrada"; ya incluso en instituto religioso, con tal aquí de haber quedado desligado del mismo. Desligado, o por tránsito a otra forma cualquiera de "vida consagrada", o por indulto de salida, o por decreto de expulsión.
Tales matizaciones son muestra fehaciente de la afiligranada doctrina sobre los votos y juramentos, a la que aludía al tratar de ellos. Evocan las disquisiciones de los escribas y fariseos, enérgicamente reprobadas por Jesús con reprobación hecha a la manera de argumento "ad hominem". Esto es: apoyada en la enseñanza sustentada por ellos, que era "la dada a los antiguos" (Mt 23,16-22). No en razón de la suya propia, de tajante afirmación de la invalidez radical de cualquier voto por el hecho mismo de ser voto, siendo éste como es engendro del maligno (Mt 5,33-37). Imposible que obligue en conciencia lo que en sí mismo es sumisión al maligno y que para librarse de ésta se requiera de la dispensa de nadie.
Por otra parte, estar vinculado «por voto público perpetuo de castidad en un instituto religioso» es, en orden a impedir la validez del matrimonio, como tabique de papel. Lo digo a la luz de las propias normas canónicas. Pues uno mismo puede rasgarlo de acuerdo con éstas con sólo pasar a otra forma de "vida consagrada" que no sea la de instituto religioso, o incluso provocando conforme al c. 694 del CIC su propia "expulsión de derecho" del que pertenece. Es decir, con sólo "atentar matrimonio" y enviarle la prueba al superior mayor de su instituto. No le hace la calificación que tal proceder pudiera merecer. Lo que cuenta aquí es la posibilidad de actuar así, pese a lo muy difícil que es sin librarse antes de muy serios amarres.
En apuntalamiento de estas disposiciones canónicas y en asolamiento de las razones que las rebaten, he visto invocar confiadamente "la tradición de la Iglesia". Pero...
Seguro que ella no ha existido respecto de la invalidez del matrimonio de quienes «han recibido las órdenes sagradas». No existen documentos anteriores al s. XVI que la atestigüen; pese a los numerosísimos conservados que, o lo prohíben, o versan sobre la separación impuesta a quienes lo contraían y sobre las extremas sanciones decretadas contra los mismos y sus hijos. Ellos no se fundamentan en la afirmación de la invalidez de esos matrimonios, sino en la herética creencia de la inmoralidad de la vida conyugal y en su supuesta indignidad para el sacerdocio. Tales documentos los recopilan obras tan asequibles, como "Sacerdocio y Celibato" (BAC. 1971. Págs. 301-358).
Por el contrario, sí se dispone de varios que abiertamente suponen la validez. Los más cualificados, los decretos de los concilios persas de Beth Edraï y Seleucia-Ctesifonte, celebrados en vísperas del siglo VI, cuando la iglesia persa -caldea aún- permanecía en comunión con Roma. Ellos autorizaron expresamente el matrimonio a todo el clero, incluido el enviudado y el Catholicos (Ídem. Págs.292-293). Éste era el título dado entonces a los patriarcas de las iglesias desmembradas del Patriarcado de Antioquía.
Igual suposición postula la prohibición del papa Siricio (384-399), de que los clérigos se casaran "con más de una mujer o con no virgen" (T. XIII de la P. L. 1143,20-1144,5); esto es, con viuda, divorciada o meretriz (Ídem: 1141,16-17). Lo mismo que la disposición IV del Sínodo Romano del año 402 (MANSI 3, 492). Su veto al matrimonio "con mujer" no la relaciona con la invalidez, sino con la obligación de hacerlo con "virgen", que afirma impuesta al clérigo por la Escritura (Ez 44,22). Obviamente usa como opuestos los términos "virgen" y "mujer".
De la invalidez del matrimonio del religioso, tampoco hay documentos anteriores al siglo XVI. Ni los pudo haber en los primeros tiempos del cristianismo, en que ni existían institutos religiosos. Es más: el texto del canon 1088, tal como quedó formulado tras la revisión del CIC de 1983, excede el motivo de invalidez establecido en el concilio de Trento, en el c. 9 sobre el matrimonio. Mientras en éste estaba limitado al voto "solemne" de los "regulares", ahora alcanza también al "simple".
Para los que ignoren la diferencia entre ambos votos, bastará con decir a este respecto, que unos institutos tienen votos "solemnes", otros sólo "simples" y otros los dos. ¿A qué tradición responde esa novedad, nacida hace sólo 29 años, de ampliar el motivo de la invalidez a los votos simples de los no "regulares", es decir, de los miembros de una parte notable de los institutos actuales?
Sin embargo, lo más carente de base es apelar a la tradición en auxilio de la invalidez del matrimonio clandestino. Como ya he dicho, el Decreto Tametsi lo afirmó verdadero y firme en los siglos anteriores, hasta condenar con anatema a los que lo contradijeran. Es tanto como reconocer, no sólo que antes no se había negado su validez, sino además que esto había sido hasta 1563 el dato tradicional en la Iglesia.
¿Cómo pudo Trento posicionarse en esta cuestión en contra de la tradición? ¿No hacía 17 años que había enseñado solemnemente, que la tradición eclesiástica relativa a la fe y a las costumbres es tan fuente de la revelación como la Escritura? ¿No se enseña esto como dogma en las facultades de teología en base a su Decreto sobre la Escritura y la Tradición (Dz 783/1501)? ¿Habremos de tener por falso este dogma?
Lo sea o no, parece demasiado negar su verdad nuclear. Nos quedaríamos poco menos que con nada. Lo inaceptable absolutamente es su aplicación indiscriminada a todo lo que emana de la autoridad eclesiástica. Pero, ¿de qué valernos para discernir cuándo la aplicación es fundada y cuándo gratuita?
Entiendo que no sirve recurrir a la infalibilidad de la Iglesia, que se muestra incuestionablemente huera, ya sólo con atender a la declaración misma del Decreto Tametsi. Ésta, aun reuniendo en sí todos los requerimientos teológicos de pronunciamiento infalible, no puede considerarse tal: o erró al afirmar la validez en los quince primeros siglos, o erró al negarla para los sucesivos. Hablo en el plano del "ser real" de las cosas. No en el de su "entidad jurídica".
Ésta es ficción de las sociedades "de este mundo", más o menos ajustada al "ser real", o en desajuste de éste, como sucede hoy con el matrimonio gay. Ella emana de decisión mutable de autoridad humana, en razón de unas circunstancias siempre variantes -eso que en lo eclesiástico se ha dado en llamar "los signos de los tiempos"- y siempre interpretadas a la luz de la cultura propia. Esto, en el mejor de los casos. Pues a veces, también a causa de intereses personales, o del grupo dominante, o incluso de sectarismos.
Para el discernimiento de lo propio de Jesús basta básicamente con atender a la fecha en que ha surgido lo propuesto como tal. Y por criterio auxiliar o secundario no parece pueda tomarse otro... (séame permitido plagiar el conocido aforismo sobre el amor), que el de "verdad es razones, que no imposiciones". No razones extraídas de la filosofía de la religión (Col 2,8); ni de utilidad societaria como si el reino de Jesús fuera simplemente uno más de este mundo; ni de enseñanzas del Antiguo Testamento incompatibles con su palabra. Sino sólo de lo propio y típico de su figura, su mensaje, su actuar según lo recibido desde el principio (1Jn 1,1.3).
Con todo, lo que pareciendo manar de ahí fluya sin embargo como imposición autoritaria, lo creo digno de prevención en principio. Por no haber Jesús forzado a nada a nadie. Él impartió su enseñanza para "quien tuviera oídos para oír". Sin condenar nunca a ninguno de los que no quisieron escucharle, y sin confiar a sus apóstoles y, por ende, a los sucesores de éstos, la tarea de castigar a quienes no recibieran su testimonio sobre Él. Antes al contrario, reprendiéndoles el pensamiento de hacerlo (Lc 9,55).
La imposición es ejercicio de poder. Poder, en este caso, sobre lo más recóndito del hombre: su mente, su pensar, su razonar. Poder que da la sensación de estimarse como el logro más exquisito y supremo en este mundo: ¡someter y dominar a los demás! Poder simbolizable a mi entender, al menos en razón de sus efectos y frutos mundanales de índole personal, en la posesión de «todos los reinos del mundo y la gloria de ellos» ofrecida por el tentador a cambio de postrarse ante él, y rechazada por Jesús, sin más a quien adorar que a sólo su Padre Dios (Mt 4,8-10).
A partir de aquí cabe preguntarse si la apelación indiscriminada y autoritaria a la tradición de la Iglesia, y a la misma la infalibilidad, no son simples armas de ese poder. Sin suponer por ello mala fe en nadie, por más que causen alienación, sojuzgamiento y vejación, irreconciliables con la liberación y el encumbramiento del hombre buscados por Jesús.
Digo "sin mala fe", por el convencimiento sincero que suele tenerse, de estar haciendo así el bien a los demás en ejercicio de responsabilidad supuestamente recibida sobre su modo de pensar y sobre sus actos. Aunque la única que al respecto puede tenerse es la de arriesgar hasta la vida propia en sólo dar testimonio de Jesús y de la verdad, para que los acoja quien sea de ellos (Jn 18,36-37).
Tal convencimiento es uno de los ingredientes de lo que repetidas veces he llamado "herencia genético-religiosa". Todo eso que desde la infancia pesa abrumadoramente sobre todos, y de lo que es tanto más difícil tomar conciencia y librarse, cuanto con más buena fe se le sigue rendidamente la corriente. Pienso si no sería esto por lo que Jesús dijo que los pecadores y las prostitutas estaban más cerca del Reino de los Cielos, que los celadores del sistema de mando vigente en el mundo, hasta en el relacionarse con nuestro Dios Amor. Él había venido a entablar combate con ese sistema, a fin de desinstalarlo y que pudieran gozar de la Luz, al menos los conscientes de vivir entenebrecidos (Jn 9,39).