"Una obra apasionante e interesante" El equilibrio permanentemente inestable de lo católico en Queiruga
(Jesús Martínez Gordo).- Creo que la aportación teológica de Andrés Torres Queiruga está presidida por el interés en repensar la revelación del misterio de Dios en diálogo con la modernidad y con otras religiones. Semejante interés le lleva a reconsiderar la relación que hay entre la revelación, la escritura, la tradición y el magisterio.
El suyo es un viaje que ha sido andado en diferentes y complementarias direcciones por los grandes teólogos de todos los tiempos: por Dionisio el Areopagita y S. Ireneo en los primeros siglos, por Sto. Tomás y S. Buenaventura en la edad media y, más recientemente, por Hans Urs von Balthasar y K. Rahner.
Es característico de estos teólogos -como católicos que son- reconocer y respetar el equilibrio, permanentemente inestable, que existe entre Jesús y Cristo, entre trascendencia e inmanencia, entre universalidad y singularidad, entre tradición y modernidad, entre cercanía y alteridad, etc. Con palabras de S. Agustín: que el misterio de Dios es, a la vez, lo más cercano y lo más diferente a mí mismo ("Interior intimo meo, superior summo meo").
Y es propio de cada uno estos teólogos hablar de este equilibrio permanentemente inestable a partir de la cercanía de Dios o a partir de su alteridad y trascendencia. En estos legítimos acentos descansa la originalidad de cada uno de ellos; algo que es posible porque el equilibrio -permanente inestable- de lo "católico" es, a la vez, fuente de creatividad y de pluralismo. Es así como se visualiza la eterna juventud del misterio de Dios entregado en Jesus.
Es de agradecer que una determinada sensibilidad teológica se aproxime al misterio de Dios subrayando su trascendencia, su divinidad, su universalidad y que lo haga, además, no descuidando su cercanía, su humanidad y singularidad. Pero también es de agradecer que se propongan teologías que se asomen al misterio de Dios prestando una particular atención a su cercanía o inmanencia, a su presencia en la historia y en lo más íntimo de nuestras vidas para, partiendo de ahí, mostrar su radical trascendencia, su divinidad y su irreductible singularidad. Es una propuesta que se mueve -más allá de sus aciertos y puntos mejorables- en el marco de un profundo respeto al equilibrio permanentemente inestable, que es propio de lo católico.
Andrés Torres Queiruga se mueve en esta última perspectiva. Y lo hace sin renunciar al otro polo articulador que forma parte de lo católico. El suyo es, por ello, un proyecto apasionante e interesante. Y, como todo proyecto teológico, tiene sus riesgos. Pero no se ha de olvidar que también los tienen las teologías más amantes de subrayar la trascendencia y la alteridad del misterio de Dios.
Es cierto que en este viaje todas las perspectivas en juego tienen que estar evitando algunos errores que les son potencialmente más cercanos. El riesgo de la teología de Andrés es el de presentar un Dios poco transgresor con la modernidad, con la que tan respetuosa y apasionadamente dialoga. Pero el riesgo de la teología que enfatiza y subraya la trascendencia y divinidad de Dios es el de tratar al ser humano (como le dijo uno de sus críticos a K. Barth) "a puñetazos".
Ahora bien, "riesgo" no es lo mismo que "caída". Y, ciertamente, no lo es en la propuesta teológica de Andrés Torres Queiruga. En su concepción de la revelación como "mayéutica histórica" está presente -de manera explicita- su interés por mantener este equilibrio permanentemente inestable entre la cercanía de Dios (la mayéutica como mediación de la antropología) y la trascendencia de Dios (la historia como lugar de su revelación en Jesus).
A la luz de estas consideraciones, no me sorprende que a algunos -más sensibles a la alteridad del misterio de Dios- les pueda parecer que la propuesta de Andrés Torres Queiruga sobre la revelación es excesivamente cercana al ser humano, a la sensibilidad moderna y que no lo suficientemente respetuosa de su divinidad. Y hasta pueden concluir que, finalmente, acaba olvidándose de la singularidad de su misterio. Sinceramente, creo que es una conclusión desacertada, probablemente porque no se le ha leído con debida "empatía crítica" o porque confunde "riesgo" (que es potencial) con "caída" (que es real). Sí me sorprende que no estén igualmente atentos a los riesgos que rondan a los amantes de la trascendencia sin cuidar debidamente la inmanencia y cercanía de Dios.
Yo, por mi parte, tengo que decir que no percibo ningún problema de carácter dogmático o doctrinal en la propuesta de Andrés, aunque sí mantengo con él algunas legítimas -y normales- diferencias dentro de lo que es una investigación teológica. Su intento (de raíz apasionadamente evangelizadora, no se olvide) de verter el vino viejo de la revelación en los moldes -relativamente nuevos- de la modernidad tiene que eludir los mismos -o parecidos- riesgos que tuvieron que evitar San Ireneo, S. Tomás y, más recientemente, K. Rahner. Y con ellos, todos los teólogos que nos acercamos al misterio de Dios desde su cercanía y su presencia en lo más íntimo de nosotros mismos y en la historia. Sin descuidar, evidentemente, su singularidad y trascendencia, es decir, su "locura de amor" que excede todo amor.
Concluyo haciendo mías estas palabras de J. I. González Faus: "más allá de nuestras diferencias, quisiera dejar aquí un testimonio de la ortodoxia de la teología de Andrés Torres Queiruga. Me parece incomprensible que un autor como él tenga abierto un proceso absurdo por parte de la Comisión doctrinal del episcopado español y que, en cualquier momento, pueda caerle encima una condena. Deseo ardientemente que esta crítica no contribuya a esa decisión la cual me parecería, si se produce, una injusticia y una barbaridad. Con Andrés se puede disentir y discutir, como ocurre con otros teólogos. Pero su ortodoxia está fuera de duda; creo incluso que aventaja a la de alguno de sus censores" (Actualidad Bibliográfica 96 (2011) 228)