Lo que importa- 69 Retos al buen hacer de León XIV

Toda misión es sacrificial

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Después de las seis entregas dominicales precedentes, dedicadas a presentar la obra de mi querido amigo Baldo, Del Dios de Job al Dios de Auschwitz, ha llegado el momento de retomar la habitual reflexión quincenal de este blog sobre “lo que importa”. Francamente, reconozco la audacia de dirigirme hoy, en abierta reflexión y con un par de desafíos significativos, nada menos que al máximo responsable de la Iglesia católica, partiendo de mi humilde condición de sencillo cristiano crítico. Estoy seguro de que el pequeño grupo de lectores que me sigue sabrá disculpar esta osada y quizá descabellada intrepidez, sabiendo que es realizada a sabiendas de que, en realidad, ni un leve eco de ella llegará a oídos de León XIV. Pensar lo contrario resultaría una ingenuidad excesiva. Sin embargo, no me importa, pues, al pensar en voz alta, solo pretendo compartir reflexiones que, a mi juicio, tienen enorme importancia y trascendencia para los cristianos y, en general, para todos los seres humanos en estos tiempos convulsos. Gracias, amigos, por vuestra atención y comprensión.

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El hecho de que ambos, el papa y yo, hayamos estudiado en la Universidad de Santo Tomás de Roma, aunque en mi caso ocurrió antes (curso 66-67) cuando aún se llamaba Angelicum, y de que compartiéramos algunos profesores, tal vez me haya animado a escribir estas líneas, que elaboro con profundo respeto y sincera humildad. A pesar de tener entre manos sobrados temas de reflexión sobre “lo que más importa”, he creído oportuno abrir, aunque sea simbólicamente, una ventana orientada hacia el Vaticano, al que no pretendo recriminarle sus abundantes y merecidas cuentas pendientes, resultado de tantos platos cocinados y aún por cocinar, con frecuencia insípidos, sino plantearle un par de respetuosos y sinceros retos. Seguramente serán nimios comparados con las muchas crudas realidades que el papa actual deberá afrontar con coraje y espíritu sacrificial, sin descartar siquiera su propia inmolación.

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De antemano, confieso que nada o poco me interesa si León XIV sigue o no fielmente la estela de su predecesor, el carismático papa Francisco; si es más o menos atractivo para las multitudes que él o si dispone de mayor y mejor formación teológica que el bueno de Francisco y tantos otros de su mismo rango. Todos esos temas apenas conducen a nada esencial, salvo a gestar camarillas de devotos seguidores, capaces de aplaudir con las orejas todo lo que venga del papa y ansiosos, sin duda, de algún pedestal o protagonismo eclesial, haciendo realidad el conocido adagio español que en asturiano reza así: nun dan puntada ensin filu. No hay en lo que sigue ningún interés personal ni sectario, sino únicamente el impulso de destacar, evangélica y críticamente, lo esencial del cristianismo para integrarlo con autenticidad en nuestra vida cotidiana.

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Sin más preámbulos, digámoslo con claridad, al papa actual se le presentan, a mi modo de ver y en el contexto que vivimos, dos retos fundamentales, sin menoscabo de los otros muchos que aguardan en su despacho y que seguramente ya están sobre su mesa, llenando de ocupaciones y preocupaciones su agenda. Se trata nada menos que de reconvertir o refundar el Vaticano y de revisar profundamente la teología y la espiritualidad sobre la sexualidad humana y la virginidad consagrada.

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El primero es tan escandaloso como el segundo resulta problemático. Por un lado, cuesta realmente digerir el Vaticano como paradigma válido para un cristiano que piensa en el Jesús de Nazaret genuino y aspira a seguir sus pasos. Sería interesante, y sin duda muy aleccionador, saber cómo habría reaccionado o que habría dicho Jesús tras una visita suya hoy al Vaticano. Por otro, hiere contemplar cómo la sexualidad humana, siendo una maravilla excelsa de la naturaleza, ha sido tratada casi como fruto diabólico. ¡Cuánto daño han causado ambos temas a los auténticos seguidores de Jesús! Entre los muchos retos que se agolpan en mi mente y dado el marco de esta reflexión, considero los seleccionados como especialmente prioritarios para que nuestra fe resulte relevante y operativa en nuestro tiempo.

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Abordemos ya el primero, sin más rodeos. No pido al actual pontífice que derribe el Vaticano, lo que sería una grave pérdida para el patrimonio artístico y cultural de la humanidad, sino que impulse su regeneración y lo oriente hacia el cristianismo genuino que brota del Evangelio de Jesús de Nazaret. En otras palabras: que lo reforme de raíz, despojándolo del inmenso poder clerical acumulado y transformándolo en una verdadera “casa de la paz mundial”. A tal efecto, no le solicito que lance un nuevo discurso sobre la paz, ni que publique una encíclica profusa y sesuda sobre ese tema, ni que ofrezca titulares diarios alertando sobre la tragedia de la guerra; le pido que trabaje con firmeza para convertir el siempre perturbador y opresivo poder eclesial en un servicio a la paz, y los muros vaticanos, en el marco artístico de un espíritu verdaderamente hogareño y fraternal, que repercuta en el mundo entero.

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Lo que solicito a León XIV, en última instancia, es que los ciudadanos de todo el mundo sepan, con certeza, que el Vaticano, lejos de ser un emporio de poder absoluto, religioso y político, se ha transformado en una casa común donde todos los hombres y mujeres, sean dirigentes o víctimas de los conflictos bélicos y de la barbarie imperante, puedan dirimir sus diferencias y abrazarse fraternalmente para comprometerse a tirar todos juntos del único carro de la humanidad. Solo eso. Osada e ingente tarea la que propongo. Ojalá que León XIV, tan amante de predicar la paz, logre alcanzar dicho objetivo o al menos lo intente con determinación.

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La propuesta que presento exige un espíritu emprendedor, ánimo indomable y considerable valentía, pues removerá muchas conciencias y su impulsor será crucificado, sin duda alguna, por quienes se aferran con uñas y dientes a sus viejos privilegios eclesiásticos, celosamente resguardados. Considero que esta labor se asemeja mucho a la que Jesús emprendió en Palestina: también aquí, a costa de la vida y reputación de su promotor, podrían salvarse muchas vidas y sanarse muchas heridas. ¡Ojalá que quienes en el futuro peregrinen al Vaticano, ya sea como turistas o como devotos fieles, lo hagan en busca de una auténtica “casa de paz”, en cuyo frontispicio solo vean las bienaventuranzas evangélicas! ¡Ojalá que cuantos paseen en el futuro por la Plaza de San Pedro busquen la paz o la lleven como don universal en sus corazones! En suma, propongo al papa que reemplace el trono jurídico del Vaticano por una verdadera mesa eucarística, donde todos podamos sentarnos como comensales y también como alimento compartido, tal como hizo Jesús en la Última Cena.

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El segundo reto que planteo no es menos crucial para el ámbito católico. Se trata de abordar, de una vez por todas, el sentido y el alcance natural de la sexualidad humana. Es muy desafortunado concebir la sexualidad como mera facultad reproductiva, tal como insisten los antiguos tratados de teología y espiritualidad. Digamos, de entrada, que la sexualidad nos acompaña desde la cuna hasta la sepultura, mientras que la capacidad reproductiva solo es posible durante una breve etapa de la vida y, dentro de ella, apenas durante algunos días. Poco tiempo y escaso motivo, por así decirlo. Justificar la sexualidad únicamente como un placer-cebo para inducirnos a la reproducción, como tantas veces se ha afirmado, me resulta, además de mezquino, superficial y retorcido.

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En ocasiones, la idea de reproducción ha sido explotada hasta el absurdo y lo grotesco. Recuerdo a un serio y riguroso estudiante de teología que, en cierta ocasión, comentó que casarse no valía la pena, pues solo se podrían tener en la vida tres o cuatro relaciones sexuales, tantas como hijos se quisiera tener. Tal argumento, aunque requería una puntería excepcional en algo tan azaroso, era la conclusión rigurosa a la que él llegaba por lo que había estudiado y le habían dicho sobre la sexualidad. En fin, bromas aparte, explicar la sexualidad únicamente como posibilidad de reproducción es muy pobre y deficiente, pues solo una mente obtusa puede seguir negando su extraordinaria riqueza y sus múltiples funciones vitales.

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En la Iglesia católica se ha exaltado, con celo probablemente desmedido, la espiritualidad virginal, creando un mundo especial de “consagrados”, creyentes privilegiados que monopolizan la “contemplación cristiana” como supremo gozo místico, superior incluso al placer sexual. Peor aún, pues al matrimonio se lo ha considerado poco menos que un mal menor, como algo intrínsecamente negativo, incluso perverso y sucio, tolerado solo porque, inexplicablemente, así lo ha dispuesto el Creador. ¡Cuánto queda todavía por discernir y depurar para lograr valorar plenamente la sexualidad humana, no solo como instrumento generador de nuevas vidas, sino como sostén esencial de las existentes! Probablemente, la sexualidad es la más hermosa maravilla que habita el cuerpo humano, hasta el punto de que los místicos recurren a su lenguaje y a sus hondas sensaciones de total entrega para describir la experiencia espiritual suprema que los colma y transforma en el seno de la divinidad en el que se instalan mentalmente. Por lo demás, ¡Dios me libre de aminorar ni siquiera un ápice el preciosismo de una auténtica vida consagrada, todo un lujo de amor y solidaridad consistentes y fiables!

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Por destacar solo un dato, seguramente extemporáneo y considerado trivial, me permito recordar que un profesor que tuve de Teología Moral en Salamanca, hombre muy serio y riguroso en sus argumentaciones teológicas, nos confesó, allá por 1963, que le costaba entender y aceptar que la masturbación (denominada entonces “vicio solitario”) fuera pecado. Por tratarse de algo tan universal y frecuente, en vez de pecado, debería ser considerada más bien como una vivencia natural, sabiendo que todo lo natural es bueno en cuanto obra de Dios. Ahí dejo esa reflexión y esa reticencia, tan fundada como seria, esperando que contribuya a remover los cimientos de la teología y de la espiritualidad que se nos ha transmitido y que tanto daño ha causado a lo largo de los siglos a muchos cristianos.

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Paz y valoración positiva de la sexualidad: he aquí dos desafíos universales para la Iglesia católica del siglo XXI y, en consecuencia, para el papa León XIV, cuyo pontificado probablemente ocupará buena parte de esta centuria. ¡Ojalá que algo de lo aquí expuesto llegue al papa como desafío ineludible e impostergable! No se trata de órdagos, sino de inyecciones vitamínicas en vena, realizadas por un torpe aprendiz, que, a fuerza de ser sincero consigo mismo, no quiere comulgar con ruedas de molino sino con el cuerpo y la sangre sacramentales de Jesús. Lo importante sería que él, el papa, le venga la inspiración de donde quiera que sea, se sienta interpelado por estos colosales retos hasta comprometer en ellos lo más valioso de su propio saber y de su trayectoria vital como auténtico pastor. Por mi parte, aporto a este propósito la oración de acción de gracias que cada día elevo al cielo, la misma que sostengo desde la desaparición del papa Francisco para que el nuevo papa responda a las expectativas de nuestro tiempo.

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