"Las mujeres buscaban un cuerpo y encuentran una palabra" "Lo sagrado, cuando se manifiesta, no tranquiliza. Desconcierta"

Resucitado
Resucitado

El sábado ha pasado. La espera impuesta por la ley para ese día ha terminado. Ahora se puede volver al cuerpo, a su fragilidad en descomposición, sin que nada imponga la prohibición de hacerlo. María de Magdala, María madre de Santiago y Salomé llevan consigo aceites aromáticos. Han venido a ungir el cuerpo de Jesús. Su única necesidad es cuidar de lo que queda. Buscan la última ternura, que solo puede ser física: solo el tacto puede darla.

El primer día de la semana aún es de noche cuando comienza. El camino es silencioso, cansado. El sol sale cuando llegan al sepulcro. No se dicen nada entre ellas, pero están agitadas por una pregunta: «¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?». Es una preocupación concreta, práctica. Las manos no bastan. La piedra es grande. La muerte pesa. Mantienen la mirada baja, pensativa. Van de todos modos, aunque sea para encontrarse ante una piedra inamovible.

El Resucitado

Llegan. Cuando levantan la vista, la piedra ya ha sido movida, a pesar de ser muy grande, como señala Marcos (16, 1-8). La escena está vacía: solo hay una piedra volcada. No hay ningún efecto especial, ninguna explicación metafísica ni escenográfica. No hay nadie que cuente lo que ha sucedido. Solo hay una abertura y un cuerpo ausente.

Entran. No encuentran lo que buscan. En lugar del cadáver, ven a un joven sentado, vestido de blanco. Y tienen miedo. Es allí donde deberían haber encontrado la muerte. Pero él está tranquilo. «No tengáis miedo», dice. Es acogedor, les hace sentir en el lugar adecuado, a pesar de todo.

El joven —es un ángel, claro, pero Marcos no nos lo dice— continúa: «Buscáis a Jesús, el Nazareno, el crucificado. Ha resucitado. No está aquí». Dice lo que ha pasado, pero sobre todo dice dónde no está. No se ve, no se toca. Se escucha. El cuerpo no es devuelto, sino sustraído. El lugar de la muerte se convierte en lugar de la palabra. La ausencia se llena con la voz de un joven.

Continúa: «Id, decid a sus discípulos y a Pedro que os precede en Galilea. Allí lo veréis, como os ha dicho». No sabemos cuál es la reacción de las mujeres. Habían venido al sepulcro y ahora se les pide que se vayan. El cuerpo de Jesús ya no les ha sido sustraído por la ley, sino por algo que no comprenden. La dirección es Galilea, donde comenzó toda la historia de Jesús. No Jerusalén, el centro. No el templo, sino las calles. ¿Pero por qué? ¿Qué ha pasado?

Las mujeres huyen presas de una inquietud indefinible. Marcos escribe exactamente: «Salieron y huyeron del sepulcro, porque estaban llenas de temor y asombro. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo». Es un final desconcertante. No hay encuentro. No hay alegría explícita. Solo miedo y asombro. Marcos cierra así su Evangelio, de forma indefinida, con sentimientos encontrados.

Las mujeres buscaban un cuerpo y encuentran una palabra. Esperaban pesadez y encuentran ligereza. Su gesto de amor se enfrenta a una ausencia. Y la reacción es el temor. No la incredulidad, sino algo más profundo. Lo sagrado, cuando se manifiesta, no tranquiliza. Desconcierta. El silencio final no es una negación, sino un umbral. Ahí es donde se encuentra el lector: dentro del sepulcro vacío, ante un mensaje que debe llevar a otros. El Evangelio comienza de nuevo. En Galilea, donde todo comenzó. Jesús no espera. Hay que ponerse en marcha. Nunca es momento para un duelo definitivo y absoluto.

Así termina el Evangelio: mostrándonos de espaldas a dos mujeres que huyen presas de sentimientos indefinibles. Y las seguimos hasta que desaparecen de nuestra vista.

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