José Ignacio Calleja No hacen turismo, huyen del infierno

(José Ignacio Calleja).- Declina como la tarde nuestra conciencia de humanidad hacia los emigrantes y desplazados pobres. No es un derecho, emigrar es un privilegio, ha dicho Trump ante Merkel.

Por comodidad lo quisiera entender, pero al hablar de los derechos humanos como fundamento de nuestro orden social debemos pensar en a quiénes nos referimos y por qué sólo a los ciudadanos de mi Estado. Podemos sumar muchas disculpas para explicar con realismo este supuesto, pero intentemos legitimarlo y veremos que todo el edificio ético de la democracia se tambalea primero y se desploma después.

Si el argumento político de más peso es tratar a los demás como me convenga, esto es un desastre. La razón moral dicta que no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti y, mejor todavía, trata a los demás como quieres que te traten a ti. Si la dignidad común no la entendemos desde las víctimas de una situación de inhumanidad, poco cabe añadir sobre nosotros.

Lo sé, sí, los principios están claros, la denuncia fluye por doquier con razones inapelables, los voluntarios no faltan para acoger y ayudar, los expertos más sensatos explican que hay más ventajas que inconvenientes en cualquier aproximación económica a la migración y el refugio, pero ¡ay! el miedo al distinto y los procesos electorales de cada día convencen a muchos de que no hay más salida que la represión del que se cuela o pagar a otros por el trabajo sucio.

Pero todavía ésta es una manera muy abstracta de contar las cosas. ¿Recuerdan? Un día apareció ahogado el niño Aylan Kurdi, y parecía que todo iba a cambiar, pero ¡qué va!, enseguida, otras ideas fueron imponiéndose por las Cancillerías de Europa y entre no poca gente. Que si nada se puede hacer si no se cumple la ley; que hay que terminar con las mafias y no facilitarles el negocio; que la solidaridad no se puede imponer; que hay que terminar con el efecto llamada; que en la colisión de derechos de los Estados y derechos de las personas no siempre se puede transigir a favor de las personas; que la mayoría no son refugiados, sino migrantes económicos; que está en peligro nuestra identidad cultural de raíz cristiana y democrática; que se van a colar muchos violentos, amenazando nuestra seguridad; que no podemos hacernos cargo de tanta necesidad en detrimento de las nuestras; que sus guerras las provoca el fanatismo religioso; que es caro el control de fronteras que esto requiere, pero que la seguridad tiene ese precio; y que sí, que somos duros con ellos pero no cínicos: hacemos lo que decimos que es el interés de Europa... Y así millones de personas atrapadas en campos de refugiados y en las fronteras de Europa, y miles de personas ahogadas en el Mediterráneo.

Y ante esto ¿qué? Hablaron los Estados en la ONU (septiembre de 2016) sin acordar nada, hablaron las ONGDs e hicieron peticiones bien concretas a la Unión Europea, las hicieron también a los Medios de Comunicación; hablaron movimientos, asociaciones, intelectuales, profesionales, Iglesias, todos, todos hemos hablado, pero los Estados siguen impertérritos y, seguro, que saben de varios modos que la población no los deja solos. Pero, ¿tanto y tan difícil es lo que les hemos pedidos entre tantas voces?

Mirémonos a nosotros. ¿Qué nos han pedidos las organizaciones más dignas en su trabajo con los refugiados y migrantes del hambre? Nos piden esto: no actuar por libre en la ayuda y en nuestros compromisos; contactar con quien ya está organizado; evitar el asistencialismo, no caer en él; sensibilizar y denunciar socialmente; no permitir que los Estados dediquen la ayuda oficial al desarrollo a la acogida de refugiados y desplazados; nos dicen que tiene que haber alguna regulación legal, sí, pero justa: hablemos de ella, porque ha de respetar los convenios internacionales firmados y el derecho humanitario; nos piden no externalizar el control de fronteras e impedir allí el acceso hasta nosotros; nos piden humanizar y asegurar el tránsito de los refugiados hasta Europa; nos piden abordar las causas del mal en origen.

Sabemos que esta movilidad humana viene forzada por diversas causas, pues entremos a ellas: hay causas internas de los países de origen, cierto, y complejas, pues veamos cuáles y qué hacer ante ellas, pero sin darlas por únicas y quitarnos de en medio. Y hay causas externas o compartidas: las bélicas, económicas y políticas (conflictos armados por los recursos naturales, por el poder geoestratégico, por el comercio de grandes empresas, por el negocio armamentístico) y ¿cuánto no tenemos que ver con esto? Y hay factores ambientales (desastres naturales y crisis ecológica) y migración económica (la pobreza de las personas y las familias sin futuro) y crecimiento poblacional, y ¿cuánto no tenemos que ver con todo esto?

Y una última palabra, de tenor moral y cristiano. No soy amigo de los juicios absolutos del tipo, ¿qué van a decir nuestros nietos de nosotros? Bien, sí, pero esto de poco sirve. El evangelio no da una respuesta política única y directa, pero sí estipula unos valores inapelables sobre la dignidad de la persona y sus pueblos, sobre la gente especialmente débil y hecha víctima; sobre el destino universal de los bienes creados, la solidaridad y la acogida; sobre el bien común, la paz y la tolerancia, sobre la misericordia y la compasión. Todo está ahí. Desde luego, el racismo, la xenofobia y la injusticia son incompatibles con la fe y con la humanidad.

La moral que ayuda a la política tiene un modo de alcanzar este servicio en términos dignos. Por ejemplo, honestos con lo real, objetivando los hechos, desde los más vulnerables, asumiendo riesgos sociales en lo que veo, me convenga o no. Todos somos responsables, no sólo para redistribuir, sino para incluir a las personas, las familias y los pueblos. Y fijar siquiera los mínimos de justicia: lo básico en cuanto a la vida, la salud, el alimento, la vivienda, la enseñanza, la lengua, la asistencia jurídica y el trabajo... Para la persona honesta esto es vital.

El modo de vida de todos tiene que verse afectado, pues tras las guerras está el comercio de armas, la dictadura financiera de los mercados, los bienes que hay que conquistar allá donde se encuentren, antes el petróleo, luego el coltán o la tierras y, enseguida, el agua, o lo que sea; siempre hay un propósito de poder y propiedad incontrolados, y los nuestros andan de por medio, seguro. Vivir humanamente ya no permite que lo hagamos de cualquier modo y con cinismo.

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