"Un niño dentro de una maleta (...). Si hay maletas, es porque hay sueños" "¿Qué hacer con la mirada de Abou?"
(José Luis Pinilla Martín S.J.).- Ahora que nos hemos enterado de que Europa no va a bombardear barcos derrumbados. ¿En qué cabeza cabe, romper la cuerda que salva a los ahogados porque esta esté sostenida por bandidos?
Ahora que (dicen que) van a admitir a más refugiados. Ahora que se va a evitar algo de sufrimiento abriendo la puerta a un puñado de refugiados más (por cierto que cuando la Iglesia lo pidió sin decir número concreto contestaron con la negativa total y rotunda a la acogida de ninguno más). Ahora que nos acordaremos de los que se podían haber acogido a estas medidas y sin embargo…murieron...
Ahora que seguimos insistiendo en la negativa a las devoluciones en caliente “que no son justas porque los derechos humanos no pueden ser alterados y exigen un amparo legal acorde con la dignidad de la persona, tal y como está reconocido en los tratados internacionales” según ha declarado D. José María GilTamayo, secretario general de la CEE y que abunda en su postura diciendo que “se debe respetar el derecho a la movilidad y al asilo, porque la gente no solo huye de carencias económicas, sino también políticas”.
Ahora que el documento eclesial “La Iglesia Servidora de los pobres” puede dar frutos multiplicadores e impensables para que las víctimas se sientan más defendidas y acogidas… y para que los pobres sean el centro e impulso de toda actividad evangelizadora.
Ahora mismo. Una foto reciente me golpea el rostro. Y el corazón. Un niño dentro de una maleta. Y no era precisamente un contorsionista.

Estoy en la sala de espera, antes de poder embarcar en el avión. Observo maletas variadas. Veo maletas de pobres y maletas de ricos; hay maletas grandes para los precavidos y mochilas pequeñas y abultadas para los aventureros. Maletas que escapan de una tormenta, y que corren para empezar una nueva vida. O maletas viejas a quien nadie escucha aunque cuenten historias dignas de ser escuchadas. Como las de nuestros emigrantes españoles de los años 60, de cartón, atadas con cuerdas. Maletas con el olor a las viandas caseras que escondían para el largo y doloroso viaje hacia una estancia prolongada y lejana. La que sostuvo con sus trabajos y divisas nuestro desarrollo en la dictadura reciente. De los que a pesar de haber sido viajes tan cercanos para nosotros, nos hemos olvidado tanto y tan pronto.
Las maletas son variadas. Como las personas, los ojos, los atardeceres, los paisajes, los días o los años. Pero si hay maletas, es porque hay sueños. Y si no, que se lo pregunten a Abou y a su padre.
Viniendo de Castillejos (Tánger, Marruecos), Fátima se había detenido en la frontera del Tarajal, en Ceuta. Con su trolley de ruedas. Fátima intentó evitar la cinta del escáner donde tenía que haber depositado su maleta. Los guardias sospecharon. Controlaron su equipaje. No podían ni imaginar la imagen que aparecería en la pantalla: acurrucada en el interior de la maleta, como protegiendo sus sueños, una figura casi esquelética. Parecía humana. Abren la maleta. Abou, sacó la cabeza de entre un puñado de ropas y de sueños: “Je m'appelle Abou”, dijo en francés.
Era el mediodía del 6 de Mayo de 2015. El sol hizo abrir los ojos del niño. No llegaba a los 9 años. Y más tarde el mismo sol deshizo los sueños de A.O, su padre, que a sus 42 años soñaba con abrazar a su hijo (solo quería eso) trayéndolo de una manera tan peculiar, a través de Fátima, cuando se le habían agotado los recursos legales que hoy mismo se vuelven a pedir muy en justicia, para evitar la separación familiar. Quizás esta manera de llegar era más fácil -al menos era más rápida- que cuando él llegó hace años, en cayuco a Canarias.
“¿Qué hacer con la mirada de Abou?”, me pregunto yo. Intento responder con sinceridad. Lo primero que hago es “situarme”, viajando en la maleta. Como naufragando en la huida, por tierra o por mar (¡qué más da!). ¡Ay! Lo hago confortablemente sentado en mi sillón a la luz de la preciosa luna primaveral que baña mi habitación. Aceptar los privilegios que por mi nacimiento en el norte me fueron concedidos es fácil o difícil. Depende. ¿Qué hacer con la injusticia? Íntimo dilema cotidiano. Y a la vez la responsabilidad de ser feliz con lo que misteriosamente me "ha tocado" y he podido ir escogiendo. Libremente. Con la injusticia solo se puede librar un combate permanente. La mía es una acusación contra todo sistema que prefiere la cosas, los objetos, el dinero... a las personas. Es mi acusación desde "La Iglesia servidora de los pobres".
Ahora solo debo ver el viaje en la maleta cerrada. Hundiéndote. Llorar. Abou eras tú; soy yo. Niñas emigrantes ahogadas flotando en el mar por quienes lloro. O miradas aterradas de niños que me asustan. Le miro. Silencio. Callar no es otorgar. Me pongo a escribir estas letras. Es Abou quien dirige mi mano. Está sonriendo. Sin la cinta negra protectora de su inocencia que le tapaba sus ojos.
Seguir luchando por las niñas y los niños emigrantes, mientras beso las fotografías tan preciosas de mis pequeños sobrinos españoles situadas en mi estantería. Y llorando, beso también las manos y los pies en las fotografías de los niños africanos. Suspiro hondo. No dejaré que me mientan los que hablan de construir más vallaso hundir las barcas en esta hora individualista e insolidaria. Recordad lo de la cuerda salvadora que decía al principio.
“Je suis Abou”. He escrito por un lado en mi camiseta. Y por el otro he serigrafiado la foto de las dos orillas del Mediterráneo que me regaló Gabriel. Y he marchado hacia el aeropuerto. Que la camiseta se me pegue a la piel. Que me queme. “Que se me pegue la lengua al paladar si me olvido de Ti” (de ellos).
