Hablar de suicidio en la vida consagrada no es un tabú a silenciar, sino una urgencia pastoral y comunitaria
"Cada año, más de 750.000 personas mueren en el mundo por esta causa. Y aunque durante mucho tiempo la vida religiosa se percibió como un “espacio protegido” frente a estas realidades, hoy sabemos que las personas consagradas no son inmunes a la depresión, al desgaste emocional, a la soledad o a crisis vitales profundas"
"La Iglesia está llamada a ser lugar de escucha, cuidado y esperanza también para quienes han entregado su vida a Dios y atraviesan “noches oscuras” a nivel psíquico"
El suicidio es un fenómeno humano doloroso y complejo, que nos interpela como sociedad. Cada año, más de 750.000 personas mueren en el mundo por esta causa. Y aunque durante mucho tiempo la vida religiosa se percibió como un “espacio protegido” frente a estas realidades, hoy sabemos que las personas consagradas no son inmunes a la depresión, al desgaste emocional, a la soledad o a crisis vitales profundas. La Iglesia está llamada a ser lugar de escucha, cuidado y esperanza también para quienes han entregado su vida a Dios y atraviesan “noches oscuras” a nivel psíquico.
Hablar de suicidio en la vida consagrada no es un tabú a silenciar, sino una urgencia pastoral y comunitaria.
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Los religiosos, como cualquier otro ser humano, pueden experimentar síntomas que se pueden transformar en graves, si no se atienden a tiempo. Estos son, entre otros: depresión y ansiedad por diferentes motivos, que muchas veces se confunden con “sequedad espiritual” o “noches oscuras” y teniendo una etiología psíquica a la que no se le presta la debida atención; estrés vocacional, por sobrecarga pastoral, exigencias propias si se tienen ideales muy elevados, que se pueden interpretar como fallos vocacionales, percibiéndose como “no estoy a la altura”, “esto no es para mí”; duelos y traumas no elaborados, en las propias biografías, como abusos, pérdidas, experiencias de rechazos, que se reactivan en distintos momentos, por ejemplo, cuando algún hermano abandona la vida religiosa, que siempre moviliza en lo personal, pero generalmente, no se habla del hecho, no elaborándose adecuadamente; factores relacionales, que se reflejan en dinámicas comunitarias conflictivas, falta de comunicación auténticas, sensación de invisibilidad, acomodación y resignación a una vida o a una decisión ya tomada, que muchas veces se vive como tarde para modificar.
La dimensión espiritual, si se toma como algo que “inmuniza”, puede transformarse en una exigencia que incrementa la culpa o la percepción de que uno no es suficiente para responder al llamado y a la vida que ha elegido. Y eso, además, afecta la propia relación con Dios.
Si bien, me consta que cada vez más se está tomando cartas en estos asuntos, el tema del suicidio sigue siendo una herida escondida. El silencio aumenta el estigma y deja más solos a quienes atraviesan determinados momentos de dolor. Nombrar el sufrimiento, abrir espacios de palabra y escucha, reconocer que todo ser humano es vulnerable, es el primer paso para una auténtica prevención.
La espiritualidad cristiana siempre nos ofrece un horizonte. Jesús mismo necesitó a sus amigos en el momento de mayor dolor y entrega. Y, también, pasó por la experiencia personal de abandono, “ ¿por qué me has abandonado?”. Reconocer estas “noches” no negó su fe, no negó a un Dios que sabía que nunca abandona a ninguno de sus hijos, pero su experiencia por ese momento fue otra, y esto nos permite integrar la fragilidad en un camino de encuentro y confianza.
La prevención del suicidio en la vida consagrada no es solo tarea nuestra como profesionales de la salud mental, sino que también es una misión pastoral comunitaria. Es importante promover una cultura del cuidado, pasando de comunidades “funcionales” a comunidades donde los vínculos afectivos, la confianza y escucha mutua, genuina, sean la prioridad. Para eso es necesaria una sólida formación en las dinámicas de las relaciones interpersonales, incluida en la formación permanente, con herramientas básicas para detectar signos tempranos y ayudar a una posible intervención o derivación, garantizando espacios de acompañamiento, no solo espiritual, sino también psicológico sin prejuicios. Y si es necesario, formar redes de apoyo externo, que puedan acompañar en situaciones de riesgo. De esta manera, integrando la fe con la vulnerabilidad, se ayuda a comprender que todo esto forma parte de la condición humana redimida en Cristo.
La esperanza como respuesta eclesial
La vida religiosa nace como signo de esperanza en medio del mundo. Pero esa esperanza también necesita ser alimentada permanentemente dentro de la propia comunidad. El cuidado de la salud mental no es secundario ni “mundano”: es expresión concreta de la caridad evangélica.
En este día mundial de la prevención del suicidio, la Iglesia está llamada a mirar con amor y cuidado a sus consagrados y, por supuesto, a toda persona. Nombrar el sufrimiento no disminuye ni cuestiona la fe, sino que la hace más evangélica.
Recordemos que la prevención del suicidio no es solo salvar vidas, sino también dar un sentido a nuestra existencia. Y en el corazón del Evangelio, se traduce en un camino hacia el amor mutuo, creyendo que Dios se manifiesta en el hermano. Lo que “salva” no es evitar el sufrimiento, sino descubrir que en medio de él, seguimos siendo amados y somos llamados a amar. Y esa confianza es la verdadera prevención y la más profunda fuente de Vida.