Navidad en Siria Con nuestra misma "voz primera"

(Adrián J. Taranzano).- Son estremecedoras las palabras del arzobispo maronita Nassar: "En Siria al Niño Jesús no le faltan compañeros: miles de niños que han perdido sus casas viven bajo tiendas pobres como el establo de Belen (...) Jesús no está solo en su miseria. La infancia de Siria, abandonada y marcada por escenas de violencia, sueña con estar en el lugar de Jesús, que siempre tiene con él a sus padres que lo abrazan y acarician (...). Algunos envidia al Niño divino que ha encontrado un establo para nacer y refugiarse, mientras que entre estos niños desafortunados está quién ha nacido bajo las bombas o a lo largo del camino de la fuga. Tampoco María está sola en sus dificultades: muchas madres infelices y desafortunadas viven en la pobreza extrema y cargan con todas las responsabilidades de la familia ellas solas, sin sus maridos... La presencia tranquilizadora de José en la Sagrada Familia despierta una especie de envidia entre las miles de familias privadas de un papá. Una ausencia que alimenta el miedo, la angustia y la inquietud (...) El infernal ruido de la guerra ahoga el Gloria de los Ángeles. La sinfonía de la Navidad para la paz cae frente al odio y la crueldad atroz" (Agencia Fides 16/12/2013).

La navidad que celebramos no logra acallar "el infernal ruido de la guerra" ni hace desaparecer de la biografía de nuestra historia la casi infinita letanía de gemidos y llantos. La navidad no nos ofrece sino el lloriqueo de un niño en el que paradójicamente se susurra una respuesta de Dios. El llanto es el símbolo magno de la condición doliente del hombre. "Toda la existencia del hombre está comprendida en el llanto" (H. Haarbeck).

Es la primera voz de todo hijo de Adán: "Yo también, una vez nacido, aspiré el aire común, caí en la tierra que a todos recibe por igual y mi primera voz fue la de todos: lloré" (Sb 7, 3). En el llanto de un indefenso se nos manifiesta la infinita solidaridad de Dios para con la humanidad sufriente y desciende hasta nuestros infiernos, aquellos que somos capaces de crear. En Belén, Dios se hace vulnerable para paliar el dolor de los hombres, para acompañarlo, aunque sin erradicarlo. El lloriqueo del recién nacido en Belén será un preludio de una vida narrada con "clamor y lágrimas" (Hb 5, 7) cuya cima será el Gólgota.

El evangelio nos presenta las entrañas de misericordia de Jesús que llora ante la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11, 35) y ante la obstinación de Jerusalén (Lc 19, 41). La muerte de Lázaro y la obstinación de Jerusalén que la lleva a la ruina evocan las dos caras del único misterio del sufrimiento: el mal provocado por la debilitada condición del cosmos, que no es en modo alguno objeto de su elección y aquel otro que es fruto de su libertad mal usada. Lázaro es la fragilidad constitutiva del hombre.

La ciudad de David es como un icono del mundo encerrado en su lógica de autosuficiencia que termina lastimándose a sí mismo. En uno y otro ámbito la fe cristiana nos ofrece la solidaridad misma de Dios que en Cristo asume lágrimas humanas. "¿Acaso no expresan sus lágrimas la compasión que siente por el destino mortal de los seres humanos y por todo el sufrimiento que va unido a ello? (...) Él ha venido para tomar sobre sí el sufrimiento y la angustia, el destino mortal y el abandono absoluto de los hombres transformándose así en vencedor de la muerte" (H. Haarbeck). En la cercanía extrema de la encarnación se nos revela que no estamos solos en el dolor ni Dios está ausente en él.

De allí que algunos teólogos asuman que la pregunta por el sufrimiento haya de plantearse necesariamente como la cuestión del co-sufrimiento de Dios, de la identificación de Dios con el sufrir y el morir humanos. Pero no se acerca para para canonizar el dolor. Se ha identificado con nuestras lágrimas para ayudarnos a darle un sentido: no el resignado lamento o el masoquismo espiritual, sino la compasión oblativa. El "llorar con los que lloran" de la parénesis cristiana (Rm 12, 15) expresa la vocación de todo creyente a hacerse cargo, desde la experiencia de su propio dolor, de las lágrimas de los otros.

El sufrimiento seguirá siendo un mal para el hombre, pero puede ser ocasión para dilatar el propio corazón y abrirlo a los demás. V. Frankl testimonia que quienes estuvieron en un campo de concentración pueden recordar a los prisioneros que en el límite de sus fuerzas, iban de barrancón en barrancón consolando a los demás y dándoles el último trozo de pan que les quedaba, el único de su exigua ración diaria. Ello prueba hasta qué punto la decisión de proyectar oblativamente el propio sufrimiento es una posibilidad real de una libertad nutrida por la caridad.

En la navidad, Dios se nos acerca con nuestro mismo lenguaje, con nuestra misma voz primera. No viene con la majestad de su poder, como Pantokrator, sino como gimiente. Se hace solidario con nuestro destino lastimado. Precisamente por ello, aún en medio del llanto, la Navidad nos renueva la esperanza. De ello están convencidos - a pesar de todo - los creyentes sirios: "Precisamente el extenuante prolongarse del conflicto que ya ha superado los mil días, hace aún más fuerte el grito de la oración y de la esperanza de los cristianos frente al pesebre: "¡Señor, escucharnos!"

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