"Ninguna religión resiste los rigores epistemológicos de las cinco parábolas de los sabios de Oxford" Los sabios de Oxford y sus parábolas

Russell y Copleston
Russell y Copleston

¿Se puede acceder a Dios mediante alambradas y perros policía? Narremos ante todo la parábola. Se la suele llamar la “parábola del jardinero”. Su versión más conocida es la de A. Flew

Lo importante, según Hare, no es buscar explicaciones al discurso religioso, como hace la parábola del jardinero, sino analizar de qué actitud, de qué blik, brota

La tercera parábola es la de la confianza del partisano en el extranjero y nació como réplica a la del jardinero. Su autor fue B. Mitchel

J. Hick, un prestigioso filósofo de la religión y teólogo británico, también se unió al coro de los creadores de parábolas con la de los dos caminantes. Su tesis es que las afirmaciones teológicas están dotadas de sentido porque, aunque no sean verificables “ahora”, lo serán al “final”, al “doblar la última curva”

La quinta parábola, de la factura incompleta, es G. Ryle y acaso sea este relato el que mejor explique la genuina actitud religiosa

Precedentes 

      En 1948 retransmitió la BBC (Radio) un debate que levantó notable expectación. Los protagonistas fueron dos filósofos de gran relieve: B. Russell y F. Copleston. El primero, genial representante de la lógica matemática, acudía a la cita como defensor de su reconocido ateísmo. Para él las afirmaciones teológicas, al no ser verificables empíricamente, carecían de sentido, no significaban nada.  El segundo, Copleston -a quien debemos una magnífica Historia de la filosofía- era miembro de la Compañía de Jesús, a la que había llegado después de convertirse del anglicanismo al catolicismo.  

      Solo habían transcurrido tres años desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Europa estaba -en palabras de José L. López Aranguren- “desmoralizada”. Es más: en la memoria de muchos, creyentes e increyentes, estaba la certera constatación de L. Wittgenstein: “lo inexplicable ciertamente existe”. Y añadía: “Dios no se manifiesta en el mundo”.

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Rusell vs Copleston

Fueron precisamente los temas que Russell y Copleston abordaron en su debate. La pregunta por la existencia de Dios centró sus intervenciones. Copleston la defendió apoyándose en santo Tomás de Aquino, es decir, en lo mejor de la filosofía tradicional, filosofía que recibió la severa crítica de Russell.   También hubo espacio para la ética, para lo “inexplicable” vivido en los frentes de batalla. No pocos testigos y víctimas de aquella catástrofe terminaron dando la razón, de nuevo, a Wittgenstein: el sentido del mundo, si existe, debe estar “fuera del mundo”. 

Sitúo este acontecimiento histórico como “precedente” de las parábolas de Oxford con la duda de en qué medida influyó realmente en ellas.  Desde luego, los temas fueron los mismos: la existencia de Dios y la ética. Las fechas tampoco andan muy separadas: en 1948 tuvo lugar el debate Russell-Copleston y, en 1953, apenas cinco años después, los sabios de Oxford fueron alumbrando sus parábolas. A ellas nos aproximamos a continuación. 

 Con alambradas y perros policía

     Con semejante instrumental buscaban a Dios, en la primera parábola, dos exploradores en la selva. Acudieron a la verificación pura y dura. Olvidaron que los caminos de acceso a Dios fueron siempre plurales. Tomás de Aquino creía poder probar la existencia de Dios partiendo de conceptos familiares (movimiento, causa, contingencia, grados de perfección y finalidad). Eran apoyos filosóficos de viejo cuño que sirvieron de guía a innumerables generaciones. 

          Hubo incluso tiempos en los que ni siquiera se solicitaba la ayuda de la filosofía, bastaban los sentires personales, las experiencias biográficas. Bergson encontraba “insuperable” el testimonio de los místicos; la lectura de unas páginas de san Juan de la Cruz o de santa Teresa le allanaban el camino hacia Dios; a otros les fue suficiente la sonrisa de un niño; sin olvidar a los que encontraron a Dios donde otros lo perdieron: en la experiencia del sufrimiento, de la injusticia, de la enfermedad y la muerte. Sería, pues, inútil dogmatizar sobre este tema. En algunas épocas -Ortega y Gasset lo recordaba en su artículo “Dios a la vista”- Dios, el nunca visto, el siempre oculto, parecía hacerse asombrosamente presente; en otros momentos, solo llegaba el eco de su dolorosa y misteriosa lejanía.

A. Flew

          Pero ¿se puede acceder a Dios mediante alambradas y perros policía? Narremos ante todo la parábola. Se la suele llamar la “parábola del jardinero”. Su versión más conocida es la de A. Flew. Su tenor es el siguiente:

  “Un día llegan dos exploradores a un rincón roturado en medio de la jungla. En aquel rincón crecen muchas flores y hierbas. Uno de los exploradores (el creyente) dice: ‘habrá un jardinero que cuida de este terreno’. Pero el otro (el increyente) no está de acuerdo: ‘No hay ningún jardinero’. Y así plantan sus tiendas y montan guardia. No aparece ningún jardinero. ‘Quizá es un jardinero invisible’. Entonces los dos ponen una barrera de alambre espinoso y la electrifican. La búsqueda es encomendada a perros policía (…).  Pero ningún grito hace pensar que un intruso haya recibido una descarga eléctrica. No se notan movimientos del alambre espinoso que puedan denunciar a un trepador invisible. Los perros permanecen en silencio. Sin embargo, el creyente no se convence: ‘Es un jardinero invisible, intangible, insensible a las descargas eléctricas, un jardinero que cuida secretamente el jardín de sus amores’. Por fin, el increyente se desespera: ’Pero ¿qué queda de tu afirmación originaria? Ese jardinero que tú consideras invisible, intangible, eternamente esquivo, ¿en qué se diferencia de un jardinero imaginario o incluso de ningún jardinero’?”.

       Hasta aquí la parábola. Posiblemente, sus lectores pensarán que a ellos nunca se les habría ocurrido ser tan “toscos”, nunca habrían aplicado a Dios métodos de verificación tan elementales. Lo que ocurre es que, en realidad, la parábola no es tan “burda” como a primera vista pudiera parecer. Lo que Flew reprocha al creyente es que sus afirmaciones teológicas comienzan afirmándolo todo y terminan no diciendo nada. El jardinero creyente afirma decididamente la existencia de Dios; pero, como su afirmación no resiste la verificación empírica, termina no significando nada. Un Dios cuya existencia no se puede verificar ¿no será un Dios imaginario o ningún Dios?

       Flew completa su parábola lanzando un reto envenenado al creyente: ¿Qué tendría que suceder para que los creyentes dejaran de creer en la existencia de Dios? La tesis de Flew es cristalina: si, ocurra lo que ocurra, el creyente va a seguir creyendo en Dios, tal creencia carece de interés para el no creyente. Flew sostiene que el empecinamiento en la fe, sin pruebas empíricas, hace imposible el diálogo entre ateos y creyentes. Entre paréntesis: El debate entre Russell y Copleston tal vez muestra lo contrario. 

Jardinero invisible

    El creyente replica enérgicamente que la verificación empírica, defendida por Flew, no es aplicable a las ”ciencias del espíritu” y menos aún a su Dios, oculto y trascendente. Y, si se ve en apuros, recurrirá a Unamuno que, citando al poeta Tennyson, nos recordó que “nada digno de probarse puede ser probado ni desprobado”. El creyente considerará incluso que la imposible demostración empírica de la existencia de su Dios lo dignifica y realza, ya que lo eleva sobre los objetos materiales que nos rodean y a los que sí tenemos acceso empírico. 

     Sin embargo, el principal recurso argumentativo del creyente será ampliar y enriquecer el concepto de razón. Y es que, además de la razón empírica, a la que recurre la parábola del jardinero, existe la razón cordial, la simbólica, la utópica y algunas más. María Zambrano evoca “una razón con entrañas”, “una razón que no humille a la vida”, en definitiva, una razón “poética”, “vital”. Javier Muguerza obsequió a las religiones -y no solo a ellas- con tres valiosas recomendaciones: a) no renunciar a la razón, b) renunciar a escribirla con mayúscula, es decir, a absolutizarla, c) renunciar al monopolio occidental de la razón y reconocer la diversidad y riqueza de sus manifestaciones en la vida espiritual de otras culturas. Se trata de un legado que nunca conviene olvidar. Pasemos ya, de forma necesariamente más breve, a las restantes parábolas. 

 Cuestión de lunáticos

     La parábola del jardinero produjo un fuerte impacto. Flew parecía irrefutable. R.M. Hare, autor de la segunda parábola, concedía que Flew había quedado “completamente victorioso” en su campo. De ahí que intentase desplazar las afirmaciones religiosas a un terreno distinto del elegido por Flew. A la parábola del jardinero respondió con esta otra:

     “Cierto psicópata está convencido de que todos los profesores quieren asesinarle. Sus amigos le ponen en contacto con todos los profesores más simpáticos y respetables que pueden encontrar. Después de cada visita le dicen: ‘Ya ves que no te quiere asesinar; te ha hablado con toda cordialidad. ¿Te mantienes en tu convicción?’ Pero el psicópata replica: ‘Sí. Su actitud era de astucia diabólica. En realidad, está conspirando contra mí, como los demás. Yo sé lo que me digo’. Y, por bueno que sea cualquier profesor que se encuentre, la reacción de nuestro psicópata es siempre la misma”. 

R.M. Hare

     Nuestro estudiante tiene una actitud -Hare la denomina blik- enferma en relación con los profesores. Trasladado al ámbito de lo religioso: lo importante, según Hare, no es buscar explicaciones al discurso religioso, como hace la parábola del jardinero, sino analizar de qué actitud, de qué blik, brota. La actitud del creyente es una actitud justa, pero solo eso, una actitud, un blik. El elemento afirmativo, la pugna por los contenidos, queda eliminada. En definitiva: razonar con el creyente es tan inútil como razonar con el estudiante psicópata. 

Esta parábola levantó, si cabe, más polémica, que la anterior, ya que equiparaba creencia y enfermedad mental. Los creyentes no se resignaban a que su convicción religiosa fuese “degradada” a la categoría de blik. Y no estaban dispuestos a renunciar a preguntar por la verdad del universo religioso al que se adherían; ello significaría privarnos de las dramáticas búsquedas de la verdad religiosa que tanto enriquecieron a la filosofía, la teología, la historia y la cultura. Figuras como Pascal, Kierkegaard o Unamuno pasarían a engrosar la nómina de los psicópatas. 

 No parece que la parábola de Hare sea afortunada ni justa con los creyentes. Es cierto que parece ganar terreno una ola de irracionalismo; pululan sectas que no se distinguen precisamente por someter sus creencias a severos análisis racionales. Existen incluso creyentes cristianos activos y comprometidos que fruncen el ceño cuando se les confronta con una teología crítica; son más fuertes en la acción que en la reflexión. Tal vez no les falte razón a quienes dan a semejante actitud el nombre de “huida al compromiso”. 

    Sin embargo, la acción no puede suplir a la reflexión. El cristianismo se ha mostrado enérgico en ambos campos. Es posible que, si Hare hubiera repasado la historia del cristianismo, no le hubiera aplicado la parábola del psicópata. Y es que, si algo no ha faltado en el cristianismo ha sido el elemento asertivo. De hecho, con frecuencia ha servido de matriz a los grandes proyectos filosóficos de Occidente. Su aportación fue especialmente decisiva siempre que se dilucidaron temas referidos al sentido de la vida. Por todo ello, la parábola del psicópata no parece un buen destino para la fe cristiana. Veamos si la siguiente le cuadra mejor. 

B. Mitchel

 La confianza del partisano en el extranjero

    También esta tercera parábola nació como réplica a la del jardinero. Su autor fue B. Mitchel y su tenor es el siguiente:

  “En tiempo de guerra, en una zona ocupada, un partisano conoce una noche a un extranjero que le impresiona profundamente; ambos pasan toda la noche conversando juntos. El extranjero asegura al partisano que también él está de parte de los partisanos e incluso afirma que está allí por encargo del mando de la resistencia; exhorta a su interlocutor a tener confianza en él, pase lo que pase. El partisano sale de la conversación literalmente convencido de la fidelidad del extranjero y tiene confianza en él. Ambos no se vuelven a encontrar en situación de intimidad.  A veces se ve que el extranjero ayuda a los miembros de la resistencia; el partisano le está agradecido y dice a sus amigos: ’está de nuestra parte’. Pero, en ocasiones, el extranjero es visto en uniforme de policía entregando a los partisanos al poder ocupante. Entonces, los amigos del partisano murmuran contra él; pero él les sigue diciendo: ‘está de nuestra parte’. Continúa creyendo, a pesar de las apariencias, que el extranjero no le traicionará. De tanto en tanto, el partisano pide ayuda al extranjero, la recibe y continúa agradecido. Pero, otras veces, no llega la ayuda solicitada. Entonces, el partisano comenta: ‘el extranjero conoce perfectamente las cosas y sabe lo que hace’. Sus amigos, exasperados, le dicen: ‘¿qué tendría que hacer el extranjero para que admitieras que estás equivocado y que él no está de nuestra parte?’. Pero el partisano se niega a responder. No está dispuesto a juzgar al extranjero, ni siquiera cuando los amigos le dicen con desprecio: ‘bien; si eso es lo que piensas de su forma de estar de nuestra parte, cuanto antes se ponga de la otra parte, tanto mejor’”. 

    B. Mitchell sostiene que la actitud de Flew ante las afirmaciones religiosas tiene “algo de extraño”. Por lo pronto, piensa Mitchell, no es cierto que una afirmación como “Dios ama a los hombres” no sea falsable. Le parece indudable, por ejemplo, que la presencia del mal en el mundo cuenta contra la afirmación de que Dios ama a los hombres. Lo que sucede, continúa, es que la experiencia religiosa del creyente impide que esa falsación sea total. El creyente, igual que el partisano de la parábola, incluso admitiendo que determinados acontecimientos cuestionan su fe en Dios, no concederá que tales acontecimientos invalidan “decisiva y conclusivamente” dicha fe. La afirmación “Dios ama a los hombres” es análoga a la proposición “el extranjero está de nuestra parte”. La experiencia religiosa -la noche de intimidad con el extranjero- impide que dicha afirmación sea falsable por completo. 

   Según Mitchell, existe una diferencia esencial entre su parábola y la del psicópata. La resume en dos puntos: 1. Mientras no hay nada que valga contra el blik del pobre estudiante psicópata, existen, en cambio, hechos que cuentan contra la confianza del partisano. La conducta del extranjero es ambigua y se presta a diversas interpretaciones. Podríamos decir que el extranjero -Dios- se lo pone difícil al partisano. 2. Pero, a diferencia del psicópata, que carece de argumentos en favor de su blik, el partisano tiene motivos para confiar en el extranjero. Ha pasado una noche conversando con él, lo ha conocido de cerca; es decir, ha tenido una experiencia religiosa que le ha marcado profundamente. 

    La principal crítica que ha recibido Mitchell se centra en que su distinción entre “contar contra” y “contar decisivamente contra” podría ser una pura ilusión verbal. Siempre resultará difícil, y un asunto muy personal, determinar qué acontecimientos de signo negativo “cuentan contra”, y cuales “cuentan decisivamente contra” la fe en Dios. La historia muestra que el sufrimiento de un solo niño ha sido suficiente para que determinadas sensibilidades se sientan incapaces de seguir creyendo en la existencia de un Dios bueno. Otros, en cambio, supieron integrar ese dolor en su experiencia religiosa, sin que contara decisivamente contra su confianza en Dios.

En todo caso, el creyente se sentirá más identificado con esta parábola que con la del estudiante psicópata. Es posible incluso que no pocos creyentes se sientan bien reflejados en ella. Y es que, por un lado, los creyentes tienen que reconocer que la vida está repleta de episodios dolorosos que parecen “contar contra” su fe en Dios; pero, al mismo tiempo, es posible que el recuerdo de alguna noche afortunada de encuentro y conversación con el extranjero -con Dios- le impulse a permanecer en la fe. 

J. Hick

 Dejémoslo para el final

 J. Hick, un prestigioso filósofo de la religión y teólogo británico, también se unió al coro de los creadores de parábolas. He aquí su parábola, la cuarta.

 “Dos hombres avanzan juntos por un camino. Uno de ellos está convencido de que la ruta conduce a la ciudad celeste; el otro, en cambio, opina que no conduce a ninguna parte. Pero, como no hay otro camino, viajan juntos. Ninguno de los dos ha recorrido jamás ese itinerario; por ello, ninguno puede decir qué hallará a la vuelta de cada curva. Durante el viaje viven momentos fáciles y gozosos, pero también momentos difíciles y peligrosos. Durante todo el tiempo, uno de ellos piensa en el viaje como en una peregrinación a la ciudad celeste. Interpreta los momentos agradables como estímulos, y los obstáculos como pruebas de su propósito y lecciones de perseverancia, preparadas por el rey de aquella ciudad y destinadas a hacer de él un digno habitante del lugar al que se encamina. Pero el otro no cree en nada de esto y considera el viaje como una marcha inevitable y sin objetivo. Dado que no hay otra opción, disfruta del bien y soporta el mal. Para él no existe ninguna ciudad celeste que alcanzar ni una finalidad que dé sentido a su viaje. Solo existe el camino y sus vicisitudes en el bueno y en el mal tiempo”.

    Hick acepta el desafío de Flew.  No huye, como Hare, al resbaladizo terreno de los bliks. Eso sí: la verificación de Dios que admite Hick es la final, la escatológica. Su tesis es que las afirmaciones teológicas están dotadas de sentido porque, aunque no sean verificables “ahora”, lo serán al “final”, al “doblar la última curva”. Además: tales proposiciones están avaladas, garantizadas por la autoridad de Cristo. 

    Es evidente que Hick se sitúa en el interior de la fe cristiana; solo desde ella se pueden comprender afirmaciones tan densamente cristológicas como las suyas. Y ha sido mérito suyo introducir en la filosofía de la religión el tema central del cristianismo: la verificación escatológica.  

     Sin embargo, dentro del debate filosófico de Oxford, la verificación escatológica de Hick fue interpretada como ausencia de verificación. Los demás autores de las parábolas -Flew, Hare, Mitchell- solo tenían ojos para la verificación intrahistórica; el recurso a posibles acontecimientos, situados más allá de la muerte, carecían de interés para ellos. 

    Hick, en cambio, se abre a lo desconocido. Sus dos caminantes, a diferencia de los dos exploradores de Flew, levantan el vuelo. El camino es el mismo para los dos, pero el creyente lo recorre alentado por una promesa: al final habrá algo. Para el no creyente, en cambio, solo hay camino. No cuenta con la ciudad celeste que anhela el creyente. Por eso, aunque el camino es el mismo para ambos, emprenden el viaje con talante diferente. El creyente cuenta, por así decir, con un final feliz. En cambio, para el increyente no hay secuencias futuras. Cuando concluye la marcha, la vida, todo termina. Solo hay camino. Tras él, el silencio y la nada. 

    Obviamente, la verificación escatológica de Hick no se detecta con alambradas ni perros policía. La escatología, la “otra vida” -Hans Küng le dedicó un libro memorable- es algo muy alejado de cualquier verificación empírica.  El prometido “más allá” de las religiones no es empíricamente demostrable. Eso sí:  tampoco es apodícticamente seguro que a sus promesas solo responda el silencio de la nada. Nos movemos en un mar de Incógnitas que, como señala Hick, solo se despejarán cuando “doblemos la última curva”. El presente es tiempo de espera y, para los creyentes, de esperanza. 

      Por último: el atrevimiento teológico de Hick solo fue “tolerado” por el reconocido prestigio intelectual de su autor. Con razón es considerado uno de los más relevantes filósofos de la religión de la segunda mitad del siglo XX. 

G. Ryle

  La factura incompleta

     Aterrizamos, así, en nuestra quinta y última parábola. Es muy breve. Su autor es G. Ryle y, a diferencia de las anteriores, no está directamente relacionada con Flew. No pretende, pues, ser respuesta al desafío que supuso la parábola del jardinero. 

    La parábola trata de cómo ve un estudiante la factura del College. El administrador le explica que todos los servicios que le proporciona el College están incluidos en la factura que le presenta. Sin embargo, el estudiante siente que las cosas más importantes no han sido incluidas en la factura

    Esta breve historia posee diversos significados. Parece que Ryle quiso poner de relieve que, incluso después de que el físico haya descrito el mundo exhaustivamente, quedan muchas cosas intangibles por explicar. Es, sin duda, una de las posibles aplicaciones de esta sencilla historia. 

    Pero tal vez se la pueda “explotar” en otro sentido. Y es que acaso sea este relato el que mejor explique la genuina actitud religiosa. En efecto: alguien es profundamente religioso cuando se da cuenta de que lo más importante no entra en la factura, es decir, cuando percibe gratuidad y misterio en el mundo que le rodea; cuando siente, como Wittgenstein, que, aunque todas las preguntas científicas recibiesen respuestas adecuadas, los problemas más importantes de nuestra vida continuarían sin resolver. Intuye, de nuevo como Wittgenstein, que “la solución del enigma de la vida en el espacio y el tiempo se encuentra fuera del espacio y el tiempo”.

El tema de la gratuidad ha sobrecogido siempre a los espíritus profundos, religiosos o no. A los grandes filósofos les llenaba de admiración que existiera algo más bien que nada; les interesó más el mundo que los objetos que contiene. Lo verdaderamente misterioso -Wittgenstein de nuevo- es que el mundo exista. La excesiva familiaridad con él suele conducirnos a considerar obvio lo que en realidad es un misterio o al menos un enigma. 

    Nuestro estudiante, caviloso ante su factura, es una imagen muy lograda de profundidad religiosa. La persona hondamente religiosa siente que no le salen las cuentas, que recibe más de lo que le corresponde. Es el momento en el que la teología cristiana introduce términos como “gracia” o “dones” de Dios. La Biblia judeocristiana deja hablar a personas que se sienten agradecidas. Los salmos de acción de gracias agradecen lo elemental, lo cotidiano, pero también lo sublime y extraordinario. A sus páginas se asoman creyentes que agradecen la vida, los hijos, el alimento, la lluvia benéfica, la salud, los amigos y otros “dones”. 

San Juan de la Cruz
San Juan de la Cruz

Tal vez son los místicos y los grandes científicos los que mejor comprenden la perplejidad del estudiante ante su incompleta factura. Los místicos gozaron de especial sensibilidad para el sobrecogimiento, para la admiración, para la gratitud. Percibieron grandeza y misterio en la vida, nada les parecía obvio, no habrían entendido la expresión “naturaleza muerta”. Se comunicaron con el agua, las flores, los animales, el firmamento. Y fueron maestros del lenguaje y el buen decir. “Portentosos decidores”, los llamó Ortega y Gasset. 

      Algo similar ocurre a los grandes científicos. Al conocer en profundidad el mundo poseen una especial sensibilidad para captar su desmesura, su carácter enigmático. Kant, que vivió la fascinación de los comienzos de la ciencia moderna, se sentía sobrecogido por el cielo estrellado por encima de él y por la ley moral dentro de él. 

La tradición cristiana mostró siempre gran apego al lema: “por lo visible a lo invisible”. Se suponía que lo visible, la finitud, no era muda ni opaca. Existía una confianza de fondo en que, partiendo de ella, era posible llegar más allá de ella.  

    Para concluir:  las parábolas de Oxford nos recuerdan que en el acceso a Dios no es posible prescindir del mundo y sus vicisitudes; siempre habrá que partir de él, con sus bondades y de sus lados oscuros. Es posible hacerlo a lo bruto, como lo hace el autor de la parábola del jardinero; solo que, mediante semejante despliegue de controles empíricos se cierran todas las puertas de acceso a lo no empírico, a lo trascendente.  Pero la solución tampoco se llamará “huida a lo irracional”, a los emotivismos. La salvación nunca vendrá de un entramado de bliks ciegos y antojadizos. Pocos creyentes se sentirán bien reflejados en la obstinación irracional del estudiante psicópata. 

    Más prometedora es la parábola del partisano, con su anclaje en una profunda experiencia religiosa. Pero también este camino está expuesto a las falacias de la subjetividad. Y es que la fiabilidad total nos está vedada. De ahí la fuerza de la parábola de J. Hick, con su invitación a la espera y la esperanza. Pero la contrapartida de esperar hasta que doblemos la última nos trae a la memoria el “tarde me lo fiáis…” Sin embargo, no existe alternativa a la verificación escatológica. El cristianismo no ocultó nunca que “a Dios nadie lo ha visto nunca”. Dios, si existe, se manifestará, y justificará, más tarde. 

     Finalmente: ninguna religión resiste los rigores epistemológicos de los sabios de Oxford.  Eso sí: no pocos creyentes reconocieron en su día que la travesía por las parábolas de Oxford fue una buena prueba de resistencia para su fe.

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