Cada mañana, al levantarnos, ¿somos conscientes del regalo de un nuevo amanecer? ¿Valoramos el pulso en nuestras venas, el milagro de los colores en la ventana, la sorpresa de ser parte de esa luz en la que existimos, de ser algo más que nada, de poder prolongar el gesto de Dios creador? Y sobre todo, ¿somos conscientes de que en cada momento disfutamos del “yo” en función de un “tú”, de que cada instante somos aurora de Dios?
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LA PRIMERA AURORADijo Dios: -Que exista la luz. Y la luz existió, Vio Dios
que la luz era buena; y separó Dios la luz de la tiniebla:
llamó Dios a luz día, y a la tiniebla noche.
(Gn 1,3-5)
Sin figura ni manos no aparece
el sueño de mirarse en el espejo,
ni en el caos emerge ese reflejo
donde la sombra ríe si amanece.
Fuimos tiniebla a solas que perece
por no hallar en lo oscuro aquel cotejo
con que apreciar que somos el festejo
de un festín de color que vive y crece.
Y de pronto, ¡oh emoción!, nació la aurora
para alumbrar la turbia masa oscura
y al instante la luz se hizo presente
centelleó en un día, noche y hora
y estalló en el tiempo la ternura
de un futuro de amor resplandeciente.
Pedro Miguel Lamet