Calvinismo yanqui y Occidente cristiano. ®

Si Gregory Peck viviera cumpliría en estos dias los 100 años. Como aficionado al cine guardo de este actor agradables recuerdos pues que, por encima de sus servidumbres profesionales consiguió sumar muy dignos argumentos e interpretar ejemplares personajes. Tal vez, o sin tal vez, porque era católico. Su padre, después de que la madre los abandonó, le ingresó en la Academia Militar Católica St John, de Los Ángeles, donde recibió una formación severa y profundamente religiosa. A los doce años ayudaba a misa y saliendo ya de la adolescencia pensó en hacerse sacerdote.

De sus películas, que fueron muchas y creo que todas buenas, la última Gringo viejo, suelo ver con repetido placer los títulos que mejor huella me dejaron: Las llaves del Reino, Recuerda, El pistolero, El gran pecador, El valle del destino, Matar un ruiseñor, Horizontes de grandeza, Vacaciones en Roma, Escarlata y negro, El mundo en sus manos, El millonario, Mi desconfiada esposa... Insisto en resaltar que sus películas eran, en general, morales y muy taquilleras, raro dúo de virtudes en la industria del cine. Y es que, ciertamente, Gregory Peck fue un regalo para todos, por lo que apostaría que este centenario lo celebrará en gloria de Dios.

Mediada la década de los cincuenta se distribuyó en España la película El hombre del traje gris, de Nunnally Johnson. Junto a Gregory Peck la interpretaron Jennifer Jones, Fredric March y Lee J. Cobb. El personaje de Gregory Peck es un ciudadano medio de los EE.UU. que necesita mejorar sus ingresos. Un amigo le presenta a una cadena costa-a-costa de radio y televisión, cuyo presidente le ofrece un dorado futuro con todas las papeletas de alcanzar la vicepresidencia ejecutiva de Emisoras Reunidas. Cargo que sabe pronto le exigirá viajes, horarios extensivos y continuas ausencias de su casa con riesgo para la estabilidad del matrimonio. Desde luego, este sacrificio sería premiado no ya con la crecida de ingresos sino con renombre profesional, actos sociales relevantes y, finalmente, un estupendo retiro.

Al poco de serle presentado, el presidente le acapara para mejor conocerle y formarle. El candidato enseguida se da cuenta de que su superior es un hombre desgraciado que vive solo, separado de su mujer; por una llamada de periodistas se entera de que su hija se ha casado, siendo para él noticia inesperada; y en una charla íntima se lamenta de que su único hijo muriera en la guerra, a la que se alistó en contra de sus deseos pues le tenía destinado al mismo puesto.

El ciudadano medio habla con su esposa de los compromisos y sus obligaciones hasta decidir que es mejor rechazar la oferta y quedarse en un nivel menos ambicioso que le permitirá ser "un americano de nueve a cinco", de los que cada día vuelven a su hogar con sus familias. Examinando los pros y contras comprenden que no sería buen negocio que los años más hermosos de la vida hubieran de sacrificarlos minorando su felicidad para que, a su vejez, caso de llegar a ella, y llenos de achaques, vivieran bien desahogados en compensación a las renuncias de sus años de plenitud. Este es el principal mensaje del hombre del traje gris.

El hoy inaudito fondo de la película lo reforzará el cuento de autor anónimo que les paso seguidamente:
El magnate de un Banco de Inversiones de los Estados Unidos de América estaba en el malecón de un pueblito costero mexicano cuando una barca con sólo un pescador se acercó al muelle. En el barco se veían dos hermosos atunes.
El estadounidense felicitó al mexicano por su excelente pesca y le preguntó cuánto tiempo le llevó pescarlos.
El hombre contestó que "sólo un poco".
De nuevo el estadounidense le preguntó que por qué no se quedó más tiempo y habría cogido más cantidad de atunes y otras especies.
El mexicano dijo que con lo de ese día ya tenía bastante para cubrir las necesidades inmediatas de su familia.
El magnate comentó :
- Pero, ¡hombre! ¿Y qué hace usted con el resto de su tiempo?
- Jugar con mis niños - dijo el mexicano-. Me echo una siesta con mi esposa, paseo por el pueblo cada tarde y charlo con familiares y amigos. Luego, con los amigos juego a las cartas, toco la guitarra, cantamos, reimos y bebemos un buen vino... Y, bueno, al día siguiente, si no he de pescar me levanto tarde. - Con una sonrisa, coronó: - En conjunto, creo tener una vida agradable.
Sin embargo, el estadounidense sintió lástima y, reprimiendo un aire de superioridad, dijo:
- Verá usted, como graduado por la Universidad de Harvard creo que puedo ayudarle con unos consejos. Usted debería dedicar más tiempo a pescar para aumentar su producción; y con los beneficios comprarse un barco más grande; y, con la mayor producción de ese barco más grande, comprar varios barcos. En pocos años reuniría una flota pesquera y vendería sus productos directamente al procesador. El siguiente paso sería abrir su propia fábrica de conservas. Podría controlar a la vez el producto, la manufactura y la distribución. Pronto usted necesitaría dejar este pueblo costero y mudarse a la Ciudad de México, quizás a Los Ángeles y posteriormente abrir una oficina en Nueva York desde donde dirigiría la expansión internacional de su grupo de empresas...
El pescador mejicano comentó:
- Sí, pero, ¿cuánto tiempo me llevaría ese plan?
- Entre veinte y veinticinco años, respondió el magnate.
- Y, después, ¿qué? - preguntó de nuevo el pescador.
El magnate se rió.
- ¡Hombre, esta es la parte mejor! Cuando la oportunidad se presentara usted anunciaría una Venta Pública de Acciones y vendería toda su compañía. Y se haría muy rico. Usted tendría entonces millones y millones de dólares.
- Veinticinco años... millones y millones… - murmuró pensativo el pescador para preguntar de nuevo: - Y todo eso ¿para qué?
El estadounidense le dice, con ostentoso gesto de triunfo.
- Usted, entonces ya hombre de edad avanzada que trabajó duro, realizaría la ilusión de muchos. Se retiraría a vivir a un bonito pueblo de la costa, en una casa soleada frente al mar. Por las mañanas saldría a pescar en su velero. Después del almuerzo se echaria una siesta con su esposa y a media tarde pasearía por el pueblo para charlar con familiares y amigos. Con estos se reuniría para jugar a las cartas, tocar la guitarra, cantar, reir y beber un buen vino...

También me gusta recordar que, hace algunos años, preguntaron al poeta Jose Hierro dónde le habría gustado nacer, caso de no haber sido en España. Y él respondió: "En cualquier lugar donde hubieran estado los romanos." Con esta elección, el poeta madrileño pagaba a la antigua Roma el homenaje merecido a su legado civilizador. Y esto lo digo emparejándolo con otra elección. Si a mí me propusieran qué lugar del mundo elegir para nacer, excluido España, contestaría: "En cualquier pais de raíces y cultura católicas."

Porque, después de conocer a mucha gente y alguna buena porción de países, me he convencido que donde la religión católica se arraigó, lo hizo también la alegría de vivir, la espontaneidad festiva, la solidaridad vecinal, el orden moral. Valores destacados entre muchos otros beneficios que alli se encuentran más y mejor que en paises de carácter calvinista o protestante. Así lo muestran las diferencias entre la Alemania hanseática frente a los bávaros y vieneses; los suizos ante los italianos. Inclusive los rusos ortodoxos -casi heridos de muerte de tanto mirarse de reojo durante el comunismo- frente a sus casi vecinos escandinavos e islámicos.

La alegría del sol no es la única causa de las diferencias sino la religión cristiana, que sí es el verdadero sol que calienta el corazón del hombre.

Es ciertamente digna de estudio la influencia del calvinismo en el desarrollo económico de los Estado Unidos de América. Voy a exponer esto y que mi lector, si quiere, haga sus propias comprobaciones.

Sabemos del calvinismo que su origen es el fariseísmo y, de ahí, su adhesión a los textos más judíos de la Biblia, como aquellos que dicen que Dios creó a los hombres para que se condenara su mayor número. Para un católico se trata, sin duda, de una herejía que nos hunde en la judeización actual de lo que quedaba de Roma.
El P. Leonardo Luis Castellani aseguraba que el calvinismo influyó poderosamente en la visión cosmológica de los estadounidenses. Y, por otra parte, el historiador Hilaire Belloc con respecto a la formación de la identidad de los norteamericanos atribuye gran importancia al espíritu calvinista. Belloc, además, subraya la similitud casi univitelina del puritanismo y el fariseísmo, términos que en realidad tienen el mismo significado y hasta la misma aplicación.

En mi opinión, Belloc acierta también cuando asegura que ambos tipos de personas coinciden en confundir la santidad con la exteriorización religiosa. Una exteriorización triste, pedante y elitista acostumbrada por los falsos conversos. Así, tenemos algunos institutos celebrados que casan la devoción con el éxito financiero; que abruman a sus fieles con un preceptualismo sin hondura de Caridad; que dan prioridad al éxito económico, incluso a cualquier precio y sin que importen los medios, puesto que se auto-justifican con lo que llaman fines superiores. Sigue diciendo Belloc, que el calvinista, o fariseo, se cree destinado a dominar el mundo por medio del dinero, con desprecio indisimulado hacia el resto de los hombres que no lo tienen. De tal modo que, como sentó en su tiempo la doctrina calvinista, “la acumulación de dinero y riquezas materiales son signo de predilección divina”.

En tal contexto nada importa, por tanto, que esas riquezas se adquieran por la explotación y comercio de los vicios más bajos, o con la prevaricación, o con la información privilegiada. (Recuérdese que privilegio deriva de “privada-ley”; en su práctica, "fuera-de-la-ley".) Cuando eso se produce, sus consejeros o agentes siempre encuentran un modo de calmar conciencias si el mal se compensa con un gran donativo benefactor que lave las manos.

Dejo aquí estas ideas del mensaje que ofrecen la película "El hombre del traje gris" y el cuento del pescador mejicano. Y, al tiempo, quiero subrayar que no pretendo, ni por asomo, despreciar la riqueza generada en iniciativas empresariales, sino sugerir que muy poco vale lo mucho si no reservamos a la vida un valor más profundo, trascendente y superior que el de la contingencia del éxito, con frecuencia caduco y envidioso hasta por su propio autor.
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