Instruye al niño…

FEBE JORDÁ

Queridos amigos y amigas, hoy traigo para vuestra consideración un tema relacionado de nuevo con nuestros vástagos. ¿Puedo preguntaros si ellos van a gusto a la iglesia o, por el contrario, tenéis que valeros de mil y un ardides para convencerles, seducirles, obligarles y, finalmente, llevarles? Quizá incluso, al tener una cierta edad –trece, catorce años, alguno más- han dejado de asistir con vosotros a las reuniones.


¿Por dónde comenzar a abordar esta cuestión? Siempre será mejor hacerlo por el principio, es decir, poniendo nuestros ojos en la palabra de Dios para valorar si el asunto merece nuestra atención, y si debemos preocuparnos o no al respecto, no vaya a ser que perdamos el tiempo en cosas sin relevancia alguna.

El mismo Señor Jesús habló de los niños y con tales palabras que no hay posibilidad de duda acerca de su importancia: cualquiera que recibe a un niño como éste, a mí me recibe, decía; no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos pequeños, lo cual indica que los niños pueden salvarse o no; cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñitos que creen en mí, mejor le fuera si se le atase una piedra de molino al cuello y se le arrojase al mar. Caramba, el tema debe ser serio, entonces.

Ya en el Antiguo Testamento -por si alguno pensara que la solicitud por los niños es relativamente moderna o algo que introdujo Jesús y que no tiene nada que ver con el Dios de la Biblia- se especifica en numerosas ocasiones que el Señor considera que los niños son su pueblo, mencionándolos expresamente junto con los hombres, las mujeres y los extranjeros, no fuera a ser que algún espabilado quisiera excluir a otros de las bendiciones que estaban preparadas.

Y quien tiene la tarea inexcusable de instruir a los niños, en primera instancia, de forma intencionada y deliberada, son los padres.

Puede leer aquí el artículo completo de esta pedagoga de fe evangélica titulado Instruye al niño…
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