Entre caraduras y rateros

Si la cara es el espejo del alma, en el caso de Díaz Ferrán su alma será pedernal inquebrantable. Un ser humano de estas características morales, capaz de defraudar, engañar y estafar a los que han sido puestos a su cargo y al resto de la sociedad, no parece tener aquello que identifica a los seres humanos y los distingue del resto de las criaturas: el principio anímico y espiritual que lo eleva a la categoría de un ser "poco inferior a los dioses". No, este sujeto, ahora incluso con grilletes, es el vivo ejemplo de la depravación moral a la que ha llegado la sociedad contemporánea. En su día fue capaz de decir que la única manera de salir de la crisis era trabajar más y cobrar menos; que todos los problemas de la economía española venían derivados de la rigidez del marco de relaciones laborales; que el empeño de los sindicatos por defender prebendas ponía en riesgo a las empresas; que el ambiente para los negocios no era el adecuado en España y que, para más escarnio, su máxima preocupación en su vida eran sus trabajadores, esos mismos a los que dejó vendidos al traspasar su empresa a un fondo de inversión de los conocidos como "buitres", expertos en destruir cualquier condición que haga digno el trabajar.

El señor Díaz Ferrán no es un empresario, es un impostor y caradura que ha sabido aprovechar contactos, vínculos y una cierta dosis de suerte en el momento del auge económico. Como tantos otros, tenían una empresa, no como una forma de vida, como una dedicación a los demás, como un servicio a la sociedad que, además, proporciona bienestar para él y su familia. Sus empresas eran, en sus propias palabras, "billetes de loteria". Esta es su concepción de la empresa, nada que ver con el bien común o con el servicio a los demás. Un décimo de loteria, si toca me forro y si no lo tiro a la basura. Lejos de ser un pensamiento extraño, siendo, como fue, el máximo responsable de los empresarios españoles, refleja el modus essendi del empresario medio: un señor que busca medrar, que no tiene reparos en ninguna práctica ilegal, que desprecia lo común y que solo quiere, por encima de todo, su propio y único bienestar. Así son la mayoría de empresarios de este país. Los hay distintos, los hay que se dejan el alma en lo que hacen, los hay que son capaces de perder dinero antes de dañar a otros, pero son los menos. Son los que viven la experiencia empresarial como un servicio, como una misión, casi héroes. Pero el común de los mortales empresarios tienen a Díaz Ferrán como santo patrón, o a Rosell, o peor, a Arturo Fernández, un señor que no pierde ocasión para despotricar contra lo público, mientras sus empresas viven, única y exclusivamente, de contratos con lo público. Así son y por eso así nos va.

Mi más profundo respeto por aquellos que dedicando su saber, esfuerzo y patrimonio, intentan cada día hacer algo que beneficie a la sociedad, pero mi más profundo desprecio por esta caterva de arrimados al poder y vividores de lo colectivo que tanto daño han hecho, hacen y seguirán haciendo. Muy lejos del discurso oficial del neoliberalismo, cuando el empresario pone un capital para invertir en una empresa, no arriesga nada, lo que hace es intentar que ese capital siga cobrando vida cada día, pues el capital, por sí mismo, está muerto, es un zombi que necesita vida para seguir adelante. Lo importante en las empresas son las personas, todas las personas. El capital, y dentro de él el dinero, no son más que instrumentos que nos permiten producir los medios de subsistencia de la sociedad. Si se utiliza bien, todos viviremos mejor, pero si se utiliza para la especulación, el enriquecimiento individual o el gasto suntuoso, el capital puede ser el peor enemigo del hombre. A las pruebas me remito.

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