Ahora somos luz en el Señor



Con mucha frecuencia nos encontramos en las páginas de la Biblia expresiones que nos hacen referencia a la transformación interior provocada por el designio salvífico de Dios. Algunas de esas expresiones, de carácter literario, encierran una dimensión profunda que muestra cómo el cambio realizado en las personas es determinante para su propia existencia: De un “antes” de separación de Dios hacia un “ahora” de comunión plena con el Señor.

Es el caso que nos encontramos en la carta a los Efesios cuando el autor bíblico nos habla de la nueva forma de existencia de un bautizado. Es el bautismo el sacramento por el cual se realiza dicha transformación: “Antes (en otro tiempo) ustedes fueron tinieblas; pero ahora, son luz en el Señor”.

Es fácil entender el paso de una situación a la otra: antes se vivía en la oscuridad; ahora en la luz del Señor. La oscuridad hace referencia a varias cosas: una primera al pecado y a la muerte causada por éste. Pero también puede referirse a la situación anterior a la obra de salvación de Jesús. Así se une esta expresión con la creación cuando antes de ser iniciado por Dios, no existía nada, todo era oscuro y un caos tremendo.

Esa oscuridad fue rota precisamente por la luz que brilló por la voluntad creadora de Dios. En los diversos escritos del Antiguo Testamento también se habló de la oscuridad como el pecado y la muerte. En el Nuevo Testamento, Jesús es presentado como la luz del mundo y se invita a sus discípulos a ser como Él. Con la Pascua liberadora de Jesús, sencillamente se da inicio a la Nueva Creación; entonces la luz va a derrotar la oscuridad del pecado y de la no-salvación.

El discípulo de Jesús va a participar de manera directa en esta Nueva Creación: antes, en tiempos previos a la Pascua y al Bautismo, se vivía en tinieblas; pero se ha producido un cambio radical y “ahora somos luz en el Señor”. Esto va a conllevar vivir como “hijos de la luz”. Esta no es una simple expresión literaria: significa que todo creyente, al ser bautizado, pertenece a la Luz; esto es a a la salvación.

Se deberá entonces adecuar la propia existencia a esa luz y así producir los frutos de la misma: la bondad, la santidad y la verdad. Asimismo se podrá buscar y hacer lo que es agradable a Dios.

Este tema tiene que ver con una expresión muy propia del evangelio de Juan: la luz debe ser vista: ver es el verbo que suele emplearse en Juan para significar que se tiene fe. Quien ve, cree. Por tanto quien ve puede contemplar la luz y asimilarse a ella. Creer implica, entonces, ser “hijos de la luz”.

Cuando Jesús realiza el milagro de la curación de un ciego de nacimiento, aprovecha para enseñar que esa sanación tiene un contenido más profundo. Se vale del hecho de devolver la vista para hacer entender que también creer es dejar de ser ciego o invidente.

En el relato de la curación del ciego de nacimiento (Jn 9) define la curación como un darle la fe: Cuando el ciego le pide ver al Mesías y Jesús se le presenta como Aquel a quien él está viendo, el recién curado confiesa “Creo, Señor”. Más adelante, delante de los fariseos, Jesús le va a decir al nuevo creyente: “Yo he venido a este mundo… para que los ciegos vean”.

El símbolo de la luz y la narración de curación de un ciego nos permiten entender dos cosas importantes. Una primera, referida a cada uno de nosotros creyentes: tenemos que ser “hijos de la luz”; creyentes a carta cabal, para así poder ver-creer.

Creemos en Jesús y por eso vemos su luz. Con esto asumimos y ponemos en práctica la transformación radical que se ha efectuado en nosotros mismos. Podemos correr el riesgo de “cegarnos” con la infidelidad y con el alejamiento de Dios; pero, también sabemos que hemos sido cambiados y podemos vencer las oscuridades provocadas por el pecado en nuestras vidas.

La otra cosa importante, como conclusión de lo anterior, compromete nuestra vida. Somos testigos, gracias a la acción del Espíritu. Ser testigo, en consonancia con la antes señalado, no es otra cosa sino hacer brillar la luz.

Ser faros, ser candeleros para hacer brillar la luz y ayudar a que otros la puedan ver y así dejarse transformar también ellos por su resplandor de salvación. No podemos ocultar esa luz, la de Cristo. El la ha puesto en cada uno de nosotros para hacerla brillar… así de mostraremos que aunque antes habíamos estado llenos de tinieblas, “ahora somos luz en el Señor”.

+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal
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