El Espíritu que da la vida

El periodista americano George Weigel se encontraba visitando en París el Arco de la Defensa, una de las grandes obras modernas de la época Mitterrand. La Grande Arche es un impresionante cubo hueco de gigantescas dimensiones con paredes de vidrio y muchos metros de mármol blanco de Carrara, que quiere ser un monumento a los derechos humanos. Un ascensor deja a los visitantes en su azotea, con vistas a toda la ciudad. En tales circunstancias, la guía comentó: «Es tan grande que la catedral de Notre-Dame cabría en su interior con sus torres y su aguja».

Para el periodista esta comparación puede ser metafórica: una obra colosal de arquitectura, supera a la máxima representación de la espiritualidad que posee París, su bella catedral junto al Sena. Pienso, sin embargo, que también podría verse de otro modo, no antagónico, sino complementario: del mismo modo que el cubo podría albergar la Catedral, el fruto del genio humano puede albergar la fe. Es más, solo hay verdadero progreso si incluye los valores espirituales, al igual que las personas poseen en su interior su tesoro más preciado: la conciencia.

Continuando con la metáfora, los discípulos, tras la Ascensión de Cristo, se hallaban reunidos en el Cenáculo –como si fuera un cubo cerrado­– y se sentían con miedo y confusión cuando experimentaron la venida del Espíritu Santo que Jesús les había prometido. Entonces se transforman en personas valientes, capaces de «ir y enseñar a todas las gentes», según el mensaje recibido. Pedro habla a las multitudes y miles de oyentes se adhieren a la nueva fe en el Resucitado. Y así hacen también los demás discípulos, extendiendo la doctrina de Jesucristo por los confines del imperio romano y el mundo entonces conocido.

En este domingo de Pentecostés hemos de pedir con fe al Espíritu Santo que nos conceda sus frutos revolucionarios, que San Pablo traza en una lista: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí».

Una persona que mantenga estos valores, siembra la paz y la alegría por donde pasa, y de ello se benefician sus familiares, sus vecinos, sus compañeros de trabajo, la gente con la que trata casualmente. Y una sociedad que los mantenga sería algo así como el paraíso en la tierra. Del mismo modo que una Catedral puede convertirse en el centro espiritual de una gran ciudad, una mujer o un hombre que han recibido la luz, invisible pero real, del Espíritu Santo será luz para quienes le rodean.

† Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado
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