Humildad
La humildad no es tanto la devaluación de uno mismo como el reconocimiento del valor y dignidad del prójimo. Uno es humilde, no porque se degrade a sí mismo, sino porque trata a los demás con respeto, con reconocimiento de su dignidad, de sus cualidades, de su valor. Uno es humilde cuando sabe darle al otro su lugar. Uno es humilde porque se reconoce ante Dios como su criatura, como alguien que no puede llegar con pretensiones o exigencias ante Dios, sino sólo en actitud de reconocimiento de que hemos recibido de Dios más que lo que le podemos dar, y de que si le podemos dar algo a Dios es porque primero hemos recibido de Él. Uno es humilde cuando está tan firmemente arraigado en Dios como su seguridad fundamental, que no tiene necesidad de exigir el reconocimiento, la adulación, la honra o la servidumbre de los demás para conocer su propio valor y dignidad. Uno es humilde porque es tan dueño de sí mismo y tan libre, que no tiene necesidad de hacerse valer ante los demás, de presumir de cualidades y talentos reales o ficticios ante los demás.
En cambio el orgulloso, el soberbio, se cree único; se cree con derechos pero sin obligaciones. El orgulloso, el soberbio cree que todos los demás están a su servicio, que todos los demás pueden ser manipulados y humillados. El orgulloso quiere atraer la atención sobre sí mismo, dejando a los demás en la oscuridad. El soberbio quiere contar él solo, ser reconocido él solo, ser respetado él solo. En su forma más radical, el soberbio no necesita de nadie, ni siquiera de Dios.
Las dos instrucciones que Jesús da en el evangelio de hoy pueden ser entendidas como normas de comportamiento en las relaciones sociales, como “normas de urbanidad”, pero en realidad apuntan a algo más profundo. La primera instrucción que da Jesús se refiere al comportamiento que se debe guardar cuando uno es invitado a una comida. Cuando te inviten a una comida, no reclames para ti el puesto de honor en la mesa, sino elige el puesto de menor importancia. La segunda se refiere al modo de organizar una fiesta. Cuando hagas una fiesta, no invites a los que te puedan repagar con otra invitación similar, sino a los que son incapaces de repagarte la invitación, por lo tanto invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos que mendigan en la calle. Pero, ¿está Jesús preocupado de dar lecciones de urbanidad? Estas instrucciones, ¿son realmente tales, o son unas parábolas para otra enseñanza espiritual más profunda? Yo no dudo de que se trate de parábolas. Bajo la forma de unas reglas de “urbanidad cristiana”, Jesús enseña algo más fundamental y básico.
En la instrucción acerca de buscar el último lugar, late una enseñanza sobre la humildad. El discípulo de Jesús no presume ante los demás, no se impone a los demás, no se hace reconocer por los demás. El discípulo de Jesús mantiene siempre la conciencia no sólo de que las demás personas tienen igual dignidad que él, sino que lo reconoce y lo trata como su hermano. La humildad es una actitud típicamente cristiana. Surge de una comprensión cristiana de la existencia personal. En la humildad late el reconocimiento de que no nos hemos dado la existencia, sino de que la hemos recibido de nuestros padres y de Dios. En la humildad late el reconocimiento de que gran parte de lo que somos lo debemos a los demás. En la humildad se revela la conciencia de que los dones y talentos con que hemos sido agraciados son para el servicio a los demás. En la humildad se manifiesta la conciencia de que hay un Dios sobre nosotros, que nos sostiene su amor, y que nuestro prójimo es igualmente hijo de Dios como nosotros. La humildad no es el rechazo a la autoestima, sino que es el reconocimiento de que lo que somos lo hemos recibido para el servicio al hermano y la gloria de Dios.
De allí la segunda instrucción acerca de cómo organizar una fiesta. En realidad en esa instrucción Jesús nos enseña a establecer las relaciones humanas de un modo nuevo. Jesús nos invita a superar las relaciones basadas en la justicia y el contracambio para alcanzar las relaciones basadas en la gracia y la gratuidad. En las relaciones de justicia, busco la reciprocidad, la compensación, el trato igualitario. Te doy para que me des. En las relaciones de gracia yo doy sin esperar nada a cambio, doy a fondo perdido, sirvo sin esperar recompensa. Las relaciones de gracia hacen posible el amor en la familia, la amistad entre las personas, la generosidad en las relaciones humanas. Las relaciones de gracia hacen posible el perdón de las ofensas, la condonación de las deudas, la superación de agravios e injusticias y extinguen los deseos de venganza. Las relaciones de gracia humanizan al que las promueve y favorecen la humanización de quien las recibe. Esta es una propuesta de Jesús para nosotros, porque así se comporta Dios con nosotros. Dios es gracia, es misericordia, es magnanimidad y nos pide que actuemos también así nosotros.
La segunda lectura propone un tema algo diverso pero que da nuevo apoyo a las enseñanzas sobre la humildad. El autor compara la experiencia de fe cristiana con la del antiguo israelita. La experiencia de Dios que tuvieron los israelitas en el monte Sinaí fue apabullante, temible, poderosa. El libro del Éxodo, al describir el encuentro con Dios, señala que la presencia del Señor se hizo notar por medio de signos visibles y audibles: hubo estruendo de trompetas, rugido de huracán, erupciones de fuego ardiente, nubes de oscuridad, y una voz poderosa, que pronunció los Diez Mandamientos, tan sobrecogedora, que los israelitas le pidieron a Moisés no escucharla ya más. Pidieron que Moisés hablara con Dios y que luego Moisés les contara lo que Dios había dicho (cf. Ex 20, 18-21).
En cambio la experiencia de fe cristiana se realiza en un encuentro que humaniza y motiva; en un encuentro que enaltece y dignifica. El cristiano realiza su experiencia de fe como un encuentro con ángeles, con otros creyentes, con el mismo Jesucristo. Ustedes, en cambio, se han acercado a Sión, el monte y la ciudad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial, a la reunión festiva de miles y miles de ángeles, a la asamblea de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en el cielo. Se han acercado a Dios, que es juez de todos los hombres, y a los espíritus de los justos que han alcanzado la perfección. Se han acercado a Jesús, el mediador de la nueva alianza. Para el cristiano se abre el horizonte de este mundo de modo que pueda ver y experimentar otro mundo más allá del presente.
Pero su experiencia lo lleva al encuentro con Dios, a participar de la alegría de los ángeles, a vivir con los santos que murieron antes que nosotros, a encontrarse con el mismo Jesucristo. Todo esto es gracia, es don, que recibimos con humildad y compartimos con alegría, y se convierte en semilla de una nueva humanidad. El encuentro con Dios y con Jesucristo como la experiencia fundante de la fe cristiana nos humaniza; el encuentro con los hermanos creyentes y los ángeles nos obliga a abrirnos a las relaciones interpersonales que nos hacen crecer y madurar, abre los horizontes de eternidad que da consistencia a la vida; nos hace agradecidos y generosos.
Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán