Presentación del Señor

La liturgia de este día le otorga a este episodio un significado especial. Jesús renueva el culto que tributamos a Dios. La lectura del profeta Malaquías anuncia la llegada de improviso del Señor al santuario de Jerusalén. Su llegada tendrá fuerza purificadora: Será como fuego de fundición, como la lejía de los lavanderos. Se sentará como un fundidor que refina la plata. Refinará a los hijos de Leví y así podrán ellos ofrecer, como es debido, las ofrendas al Señor. Jesús se presenta en el templo y con la consagración de su vida en obediencia a Dios introduce una nueva manera de darle culto y adoración. Jesús le ofrece a Dios no una cosa externa a él, sino su propia vida y su propia persona en actitud de obediencia. Pero esa obediencia lo llevará a la ofrenda de su vida en sacrificio. Eso nos lo explica la segunda lectura.
Jesús se hizo uno como nosotros, se hizo hermano nuestro, para destruir con su muerte al diablo, que mediante la muerte, dominaba a los hombres, y para liberar a aquellos que, por temor a la muerte, vivían como esclavos toda su vida. Ese es como un primer aspecto de la misión de Jesús: liberar a los humanos del miedo a la muerte, destruyendo al diablo que se valía de la muerte para dominar a los hombres y abriendo el camino de la resurrección. Luego, como sumo sacerdote misericordioso con los hombres y fiel con Dios, ofreció en la cruz el sacrificio de su propia vida, y de este modo pudo expiar los pecados del pueblo. De este modo Jesús asumió sobre sí el pecado del mundo con lo que nos habilitó para obtener el perdón de Dios.
¿Qué significa todo esto para nosotros? En primer lugar debe surgir de nuestro corazón el agradecimiento. Jesús quiso ser de nuestra misma sangre y de este modo hacerse uno con nosotros y poder abrir para nosotros los horizontes de una vida con Dios. El Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre para que llegáramos a ser hijos de Dios. Aunque hayamos repetido esto cientos de veces, nunca acabaremos de admirar y comprender cuánto amor y cuánta misericordia de Dios para nosotros allí se encierra. Dios no se ha refrenado ante la maldad y el pecado en la humanidad, sino que se ha zambullido en ella para redimirla desde dentro.
En segundo lugar la memoria de estos sucesos debe suscitar en nosotros la voluntad de seguir a Jesús en su camino de humanidad. Si se hizo hombre, su modo de vivir humanamente su relación con Dios está también a nuestro alcance. Jesús es presentado a Dios en el templo y de este modo su vida queda consagrada a Dios y así todas sus decisiones y sus acciones estarán guiadas por el propósito de servir a Dios, obedecer a Dios, dar gloria a Dios. Nosotros hemos sido consagrados a Dios en nuestro bautismo. Esa consagración inicial se desarrolla a través de otras consagraciones que hacemos de nuestra vida a Dios: en el sacramento de la confirmación, en el sacramento del matrimonio, en el sacramento del orden, en la profesión de la vida religiosa. En todas esas consagraciones ponemos nuestra vida en relación con Dios, prometemos vivir para cumplir la voluntad de Dios sobre nosotros, orientamos nuestra vida hacia Dios y de él esperamos la plenitud. Jesús abrió para nosotros el camino de la obediencia como culto agradable a Dios. Como él mismo fue probado por medio del sufrimiento, puede ahora ayudar a los que están sometidos a la prueba.
En tercer lugar, si Dios se hace hombre y hermano de los hombres, se hace más perentoria la urgencia para que los seres humanos nos reconozcamos hermanos entre nosotros mismos. No es posible creer en un Dios que se hace hermano nuestro y dejar de acoger al otro ser humano como hermano nuestro. Reconocer en el prójimo al hermano significa reconocer la igual dignidad de todo ser humano. Todos estamos dotados de los mismos derechos, todos hemos sido convocados a la responsabilidad moral, todos hemos sido llamados a la búsqueda del desarrollo personal y comunitario. La conciencia de la fraternidad es por eso una de las bases para un desarrollo político fundado en el derecho y la ley natural, para un desarrollo económico abierto a la participación de todos. La conciencia de la fraternidad es el fundamento para una sociedad en la que la desigualdad –que siempre habrá-- no sea consecuencia de falta de oportunidades o de exclusiones, sino de la falta de iniciativa, de emprendimiento o de responsabilidad personal. El reconocimiento del prójimo como hermano debe ser impulso para liberarnos de los prejuicios que excluyen, que marginan, que instrumentalizan al prójimo.
En cuarto lugar esta fiesta debe afianzar en nosotros la confianza de que nuestra vida está liberada de los dos grandes males que la privan de sentido. La muerte ha dejado de ser el agujero oscuro que sume en la aniquilación la existencia humana, y por eso nos esclaviza en el temor. Se ha convertido en la puerta que Jesús abre para quienes nos unimos a él y que nos permite llegar al trono de Dios, y por eso el creyente la asume con confianza. Igualmente el pecado ha dejado de ser la fuerza del mal que de modo irremediable arruina nuestra vida a través de decisiones destructivas. Jesús lo asume sobre sí y nos capacita para comenzar de nuevo, como si el pasado no existiera y de este modo nos devuelve la alegría de saber que la vida tiene valor y vale la pena. Liberados del pecado podemos acercarnos a Dios y recibir su propia vida que nos hace santos y nos lleva a la plenitud para la que fuimos creados.
En esta fiesta volvemos la mirada a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En este día veneramos también a la Virgen María con el título de Nuestra Señora de Candelaria, porque sostiene en sus brazos a Jesucristo luz que nos ilumina y nos invita a poner nuestra fe en él. Cristo es como una candela que ilumina nuestras tinieblas donde prevalece el miedo, la violencia, la frustración, y nos devuelve la confianza, la paz y el sentido que vienen del mismo Dios. Renovemos nuestra fe en Cristo y démosle gracias porque ha sido bueno con nosotros.
Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán