El misterio de Dios en sí mismo

Se cuenta que San Patricio, el apóstol de Irlanda, para explicar a la gente el misterio de la Santísima Trinidad les mostraba un trébol de tres hojas. Eran tres hojas distintas, pero un solo trébol. Y es famosa la escena de San Agustín en una playa dialogando con un niño que pretendía trasvasar todo el mar a su pequeño agujero en la arena. Al decirle que esto era imposible, el niño le replicó: más lo es que tú seas capaz de entender el misterio de la Santísima Trinidad.

Son historietas que abordan de modo muy insuficiente una verdad de fe muy principal de la vida cristiana. Por definición los misterios no se entienden, o dejarían de serlo. La actitud puede ser doble: rechazarlos, pues no encajan con nuestro pensamiento racional, o aceptarlos por confianza en aquel que lo ha revelado.

Esta última actitud es la que tomamos innumerables veces en nuestra vida ordinaria. Creemos que tuvimos una pulmonía a los tres años de edad no porque podamos comprobarlo, sino porque nos lo dicen nuestros padres, personas en quienes confiamos.

La prueba más clara de que Dios es uno y trino –tres personas y un solo Dios– es la revelación que Jesucristo nos hizo de este misterio hablándonos del Padre y del Espíritu Santo, junto a su condición divina. Así lo entendió ya la primitiva Iglesia. San Pablo se despide en su segunda carta a los Corintios diciendo: «La gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros».

Pensando en Dios como creador, como redentor, como santificador, podemos aproximarnos a la Santísima Trinidad por cuanto conociendo sus obras conocemos mejor a Dios, como nos sucede con las personas: cuanto más conocemos cómo actúan más las conocemos a ellas. Pero también es cierto que cuanto más conocemos a una persona, mejor comprendemos su obrar.

El misterio trinitario es el misterio de Dios en sí mismo, su auto-revelación, la de aquel que advirtió a sus discípulos que si no se hacían como niños no entrarían en el Reino de Dios.
André Frossard comentaba al respecto: no se trata de hacernos el inocente, de preferir el biberón a los libros, pero sí de recuperar la frescura de la mirada y contemplar la palabra de Dios sobre sí mismo con la admiración con la que un niño se asoma a las cosas por primera vez o con la que un pintor contempla un paisaje. El camino de la fe solo encuentra un obstáculo infranqueable: el orgullo.

† Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado
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