Carta abierta a Andrés Torres Queiruga

Querido Andrés: Estas últimas semanas me ha rondado la extravagante idea de que el oficio de teólogo -tu oficio, tu vocación- se estaba convirtiendo en una actividad de alto riesgo. Que las noticias amenazantes que a muchos nos inquietaron hará un mes hayan quedado -afortunadamente- sólo en eso, no ha logrado quitarme de la cabeza tan extraña ocurrencia.

Y es que pienso que no ha de resultar nada fácil moverse por el escueto filo que queda entre la indiferencia -si no el desprecio- de la cultura en vigor y la desconfianza de los guías de la propia comunidad cristiana. Y sospecho que lo que más ha de doler es la fatigosa sensación de tener que defenderse de un fuego supuestamente amigo.

Te lo confesaré, Andrés: en la desconfianza que en algunos mandos eclesiásticos suscita tu obra, en lo que me parecen excesos de cautela, en ciertos procedimientos poco transparentes y nada democráticos, uno -hombre de poca fe, al fin- no alcanza a ver nada de la libertad y la alegría contagiosas del Evangelio ni de la utopía de las buenas noticias del Reino. Y creo que un observador benévolo -más interesado en llegar al corazón de lo cristiano que en los pormenores de las formulaciones doctrinales, más atento a la experiencia que al sistema conceptual- vería en la actual preocupación eclesiástica por la ortodoxia ante todo una desmesurada reacción de defensa de la propia identidad amenazada o acaso una variante del miedo a la libertad.

Pero no quiero que este desahogo se convierta en queja amarga, ni que el fragor del árbol que cae me haga insensible al crecimiento silencioso de todo un bosque. Prefiero que estas líneas sean ante todo una expresión de gratitud y una palabra de aliento. Verás. Te contaré algo.

El día que te conocí en persona, allá por el 95, hablabas sobre Dios en el Aula Magna de la Facultad de Humanidades de Ourense. Quedé maravillado por tu discurso sencillo, nítido, despojado de retórica, en el que la seriedad y la hondura de los planteamientos no necesitaba revestirse de parafernalia erudita. Era, al tiempo, una charla cálida, que transmitía convicción y dejaba transparentar tu pasión por la causa de Jesús. Desde los tiempos del Concilio Vaticano II no oía yo hablar de aquel modo- comenté al día siguiente a un compañero de trabajo. Tal fue la impresión de frescura, libertad y honradez intelectual que me dejaron tus palabras. Poco a poco me fui acercando a tus libros y más tarde pude disfrutar de tu enseñanza hablada y de tu cercanía personal. Tú me ayudaste a volver a caminar por una senda perdida y a balbucear un lenguaje olvidado. Considero todo ello como auténticos regalos o, si prefieres, como verdaderas gracias.

Desde entonces, como otros muchos, admiro tu labor, y me alimento de ella. Te veo trabajando en la frontera. No te limitas al estudio del legado recibido -tarea por otro lado imprescindible- sino que, dando un paso más, te aventuras a formular los misterios de la fe con lealtad a la tradición, sí, pero en un lenguaje significativo para las mujeres y los hombres de hoy. A la hora de hacer tu teología atiendes no sólo a los de dentro -las ovejas del redil, por emplear la metáfora clásica- sino que te dejas conmover e interpelar por quienes se mueven (o nos movemos) fuera de él o en sus lindes y andan errantes “como ovejas sin pastor”. Y también para ellos quieres decir una palabra de esperanza. Por todo ello quiero expresarte mi agradecimiento, que es también el de otros muchos.

Hace algún tiempo anoté esta línea del maestro Luis de León, quien algo sabía de incomprensiones: “La esperanza no es sino una larga paciencia”. Y al reescribirla ahora me viene al pensamiento aquel “invierno eclesial” que tanto hacía sufrir al viejo Karl Rahner. Hagamos de la necesidad virtud: tal vez este invierno sea una ocasión propicia para ejercitarnos en una paciencia creativa y aguardar futuras primaveras. Tú nos has animado en más de una ocasión a -en vez de quejarnos de la oscuridad reinante- encender un modesto fuego, siquiera una modesta candelilla. Aprestémonos, pues, a la labor. Sobre todo, abriguemos cuidadosamente la esperanza.

Andrés, sigue con esa hermosa labor, que tanto bien hace y nos hace. Confiemos en que la incurable y laboriosa añoranza de una iglesia “otra” para un mundo “otro” ha de dar sus frutos. Seguro que no te faltará -que no nos faltará- el Aliento, el Ánimo, el Espíritu.

Un cordial abrazo

Ramón Cao Martínez

Profesor de Lengua y Literatura (IES “Universidade Laboral”, Ourense)
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