Compañeros

Testimonio

Mis últimos pueblos

Regreso de Puente la Reina donde he dirigido unos ejercicios espirituales a jóvenes seminaristas; tarde de Cristo Rey. Me espera José Miguel Gamboa, el cura amigo de la misión de Sevilla. Me va a acompañar a la toma de posesión de mi nueva parroquia de "El Buen Pastor" de Loroño. El pueblo espera dentro de la iglesia, llena hasta los topes, como en las mejores fiestas. Entramos con sencillez hasta el presbiterio. José Miguel lee el texto del nombramiento, y paso a la sacristía a revestirme para la función eucarística. Pronuncio unas palabras de saludo.


La gente aguarda, una vez terminado el acto, para el contacto personal. Encuentro muy distintas a estas personas con relación a las del Valle Nuevo; mayor apertura en el trato.
Al atardecer, me siento en el confesonario; durante tres o más horas escucho a los numerosos penitentes e imparto absoluciones. Pocos dejaron de comulgar el día de Todos los Santos. Marchamos a rezar responsos al cementerio. El párroco anterior hacía poco más de un mes que había muerto. Flotaba su nombre en las conversaciones. Todos quisieron rezar por él en aquella fecha.
Saludo a don Dimas, el cura del vecino pueblo de Rocín de las Viñas, con quien me relacioné muy bien. Saludo a los frailes de Bardín, capellanes de las Monjas. Ellos me suplirían en ausencias. Tenía suerte.

Al llegar al pueblo me encontré la iglesia parroquial cerrada. Me dijeron que, por si acaso, el cura anterior la mantenía así. Muy pronto en la predicación les hablé de que me gustaría que estuviera el templo siempre abierto para que pudiéramos en cualquier momento visitar a Jesús. Que como había gente cerca de la iglesia nadie se atrevería a entrar a robar. Yo pasaré varias veces a visitar a Jesús y a distintas horas. Espero que vosotros también lo hagáis.
La casa parroquial, no tan nueva como la anterior, pero por su amplitud, desvanes y bajeras merecía considerarse como una buena vivienda.
Junto a ella, en la parte sur, un pequeño patio de unos cien metros cuadrados. Decidí convertirlo en huerta. De ella obtenía verduras gran parte del año. Yo mismo cultivaba la parcela. Me servía de sano ejercicio.
En el piso alto de la casa, dominando viñas y olivares, se encontraba una terraza cubierta. Allí podía tomar el sol incluso en invierno, mientras leía o preparaba los sermones, pláticas o catequesis.
El portal me servía de garaje. A la izquierda y derecha, las antiguas cocinas y establos. Un pozo profundo me llamaba poderosamente la atención. ¿Habría armas de las guerras carlistas en el fondo? La gente decía que otros curas lo utilizaban para conservar bebidas y carnes en tiempo de calor. Nosotros acabamos de comprar el primer frigorífico.
El enigma se resolvió una tarde en que mi visitó mi sobrino con su amigo. Descendió éste a la profundidad. Allí no encontró nada. Tampoco había un paso subterráneo.

José María Lorenzo Amelibia
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