Diáconos y sacerdotes casados

Este artículo está literalmente redactado por Ramón Ribera Florit.

El pasado sábado, 6 de noviembre, fue ordenado diácono en la parroquia de San José Oriol, el Sr. Ricardo Rodríguez, de 35 años de edad, casado, con tres hijos, y capitán de marina por añadidura, si bien este último dato carece de importancia para el tema que nos ocupa.


Según parece, hay previstas para antes de Navidad dos ordenaciones más de diáconos casados, y con un total de once, en Barcelona, batirá todos los records de las diócesis españolas.

En mi opinión, el hecho insólito hasta hace poco, de la ordenación de casados, plantea varios problemas, uno de los cuales es la conveniencia y utilidad de los diáconos casados en nuestros ambientes – me refiero a los urbanos, sobre todo –. Digan lo que digan de la tan cacareada escasez de sacerdotes, creo que los que hay son suficientes para atender a la demanda de sacra mentalización. bíblicas, las catequesis o las paraliturgias, etc.

Con eso quiero indicar que la presencia de los diáconos casados, y en conformidad con el espíritu del Concilio Vaticano II, solo tiene sentido en aquellas regiones – en donde antes se las llamaban misiones – donde la falta de sacerdotes es una realidad agobiante. Allí sí que el diácono realiza una tarea pastoral plena, a excepción de la misa y escuchar confesiones auriculares.
Entre nosotros no faltan seglares que se manifiestan reticentes a este tipo de ordenaciones diaconales, ya que en la práctica se convierten en ayudantes del párroco – ¿restauración de los desaparecidos monaguillos? –, para la administración de los sacramentos los domingos y fiestas. Esta ayuda puede convertirse a veces en sustitución del cura para que éste pueda salir de excursión o romería con un grupo de feligreses. He aquí un lujo que solo se pueden permitir las parroquias – muy pocas por supuesto – que cuentan con tan valioso suplente.

Hay otro aspecto que cuestiona esa especie de fiebre en ordenar diáconos casados. En efecto, estas ordenaciones implican una clara discriminación e injusticia con aquellos sacerdotes que, al contraer matrimonio, se han visto obligados, en contra de su voluntad, a abandonar el ministerio pastoral.
Se podrá objetar que es un punto básico de disciplina eclesiástica la incompatibilidad entre ordenación y matrimonio. Sin embargo, las actuales ordenaciones de individuos casados como diáconos demuestran que no es así.
¿Qué sentido, pues, puede tener apartar al sacerdote casado del ministerio pastoral? Es claro que tal prohibición presenta todos los síntomas de sanción o castigo, el cual a su vez presupone una falta. En el supuesto que dicha falta, a los ojos de la Iglesia, consistiese en que, para el sacerdote casado, el celibato no es condición “sine qua non”, se daría una flagrante contradicción de la Iglesia consigo misma, ya que también ella ordena a personas casadas.

Esa discriminación se hace más abusiva e incomprensible teniendo en cuenta que los sacerdotes casados, y sin acceso a la pastoral sacramental, tienen una preparación teológica y pastoral, infinitamente mejor que la de los diáconos seglares, aun contando con la máxima buena voluntad de estos. En efecto, las ocupaciones profesionales del seglar, sólo le dan tiempo por lo común, a una formación teológica a marchas forzadas, a golpe de cursillo intensivo o acelerado.

Parece que la jerarquía de la Iglesia se va dando cuenta de que para ser un buen agente de la pastoral no hace falta tanta carrera eclesiástica. Con lo cual no se puede negar la sólida preparación clerical de antes.
Todos conocemos a sacerdotes casados que por carácter y mentalidad serán sintiéndose sacerdotes toda la vida. Muchos de ellos han sido apartados de modo injusto, y yo me atrevería a decir un tanto violento, de un ministerio por el cual sentían y sienten todavía vocación y verdadera pasión. Uno me decía: “Sólo sé hacer de cura, porque durante toda mi vida no he hecho otra cosa”. Y todo el mundo sabe que con este oficio nadie puede ganarse el pan en nuestra sociedad. Pero éste es otro problema que ahora no podemos tratar.

Cuando leo en la prensa católica diocesana cómo se anuncian a bombo y platillo y con descarado triunfalismo nuevas ordenaciones diaconales para caballeros casados, me da una cierta pena, me siento un tanto incómodo, porque me parece que la jerarquía de la Iglesia, que tanto habla de igualdad de y fraternidad, discrimina y margina a tantos sacerdotes casados, que solo esperan su palabra autorizada para reincorporarse al ministerio pastoral. ¿Cabe mirar con esperanza ese deseo que en rigor es un justo derecho?
Ramón Ribera Florit. (Párroco de Santa Coloma de Gramenet)

José María Lorenzo Amelibia
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