Enfermo, acógete al Señor

Cuando la enfermedad irrumpe en nuestras vidas, constituye una sorpresa dolorossa, un parón obligado, algo así como un accidente que no se esperaba.


Me decía un médico: "A usted le he dado una alegría al decirle que no tiene nada en pulmones ni corazón; pero cuántas veces nos toca dar disgustos."

Y así es. Cuando menos se espera, puede llegar el susto. Escribía Antonio Z.: "La enfermedad me sobrevino en un momento en que mi vida parecía haber entrado por el mejor cauce. Me sentía feliz en mi profesión. Mantenía ambiciones y proyectos de futuro... y todo se vino abajo. Una de las causas de mi mayor sufrimiento era la inseguridad. ¿Dónde, cuándo, cómo acabará todo esto? Nadie lo sabía. Y nos ponía nerviosos a mí y a mis familiares."

Y así suele suceder con gran frecuencia. La enfermedad provoca una convulsión en toda la persona. El cuerpo ya no es el compañero obediente de nuestro "yo". Desde el momento en que llega el mal, el paciente se ve obligado a prestar al cuerpo mucha mayor atención. Y lo peor de todo es la incertidumbre, la duda, la esperanza truncada por la realidad amarga.
Uno de los libros que más bien me ha hecho es "El santo abandono" de Dom Vital Lehodey. Cada una de sus páginas calan en el alma y son como bálsamo suave de paz.
Estamos -nos lo recuerda el autor- en las manos de Dios. El nos quiere. El sabe mejor que nosotros lo que nos conviene.

Es preciso no agitarse. No construir castillos en el aire. Nuestro Padre no puede abandonarnos. Cuanto nos sucede está querido o permitido por El para mí. Y para mi mayor bien. Porque todo colabora al bien de cuantos aman a Dios.

Meditando estas ideas, el alma se relaja gozosa; descansa en el regazo de Dios Padre. Confiamos. ¿Qué sabemos nosotros de los planes del Señor para cada una de sus criaturas, tan amadas de El?

A veces podemos sentir la tentación de rebelarnos. Pero hemos de vencer estas malas ideas, aconsejadas por el "espíritu de las tinieblas".

Todo esto no quiere decir que no hemos de luchar contra el dolor. Todo lo contrario. Luchar, sí; pero sin nervios; confiados; abandonados en el Señor.

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