A los nueve años me enteré de la muerte porque vi en cuerpo presente a una monja de clausura en un monasterio benedictino. Íbamos allí por curiosidad, pero nuestros padres y maestros se encargaron de explicarnos con claridad que en este mundo todos estamos de paso. Hablar hoy de la muerte a los niños es un tema tabú, a pesar de que para los telediarios sea la noticia preferida. A los nietos se les impide con frecuencia acudir al funeral de sus abuelos.
Un chaval moría de repente en mi colegio mientras jugaba de portero en un partido de fútbol. El profesor – entrenador reunió enseguida a los alumnos y les dijo: “Bueno, ya no hablemos más de lo sucedido. ¡Ahora, a olvidar!” Y le parecía que ponía una pica en Flandes. ¡Oh si tuviéramos presente mayores y pequeños esta realidad! A buen seguro no viviríamos aquí como en una morada perpetua.
Cristina Martínez, orientadora familiar, decía: “Los mayores afrontamos el último trance con ojos de adulto, mientras los niños simplifican el problema y lo superan con mayor facilidad”. Y afirma sin titubeos: “No sorprende esta realidad a los niños, porque es un hecho que nos acompaña toda la vida”. Yo pienso que es materia imprescindible en la educación escolar. Y, por supuesto, cuando ocurra la defunción de un ser querido, es preciso llevar a los niños al funeral. Es inevitable que el pequeño sienta dolor; al adulto corresponde darle aliento, hablarle del Cielo, explicarle que todos caminamos hacia la casa del Padre Común. Es necesario estar siempre preparados. Estas explicaciones nos ayudan también a nosotros a mantener la virtud de la esperanza.
Yo no veo otra manera mejor de enfrentar el problema de la muerte que apoyarse en la fe. ¿Y si no se cree? El ejemplo de quienes creemos puede hacer mella en su corazón, y ayudarles a replantearse el problema de la trascendencia.
Me encantaban las alusiones que muy a menudo – sobre todo en la última etapa de su vida – hacía Juan Pablo II ante la proximidad de su muerte.
Y cuando ocurre el tránsito de un ser querido, hemos de ser conscientes de que no nos quedamos solos. Es preciso no aislarnos por tiempo indefinido en una soledad triste y malsana. Una vez llorada la ausencia, mirar lo positivo: la misericordia de Dios, la esperanza, los ratos buenos pasados con él. No sentirnos culpables por distraernos para disipar la angustia. El Señor nos llama cuando Él quiere, y la consecuencia es clara: vivir con las maletas preparadas.
José María Lorenzo Amelibia
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