Me emociona la Eucaristía. Es la fidelidad total de Cristo a su promesa de salvación. El sabía nuestra total indigencia y se nos entrega, para acompañarnos en nuestra marcha. Y no lo hace con la lógica de los hombres, sino con la economía de Dios dentro de la fe. Todo celado, oculto en el misterio. Viene a ser la solución a un doble problema: el de un Dios que no se deja descubrir y el de los hombres que buscamos a Dios. Es el choque, el encuentro de estas dos realidades.
La Eucaristía es el gesto de un Dios amigo. Su amor es tan grande que rompe todos los moldes racionales. Si creemos en la Eucaristía, a la fuerza nos atraerá el Sagrario. Que no me digan que inicialmente se reservó a Jesús para la comunión de los enfermos. Está ahí, yo iré a El; le visitaré porque correspondo a su amistad; porque debo ser agradecido. El irá transformando nuestra existencia. De allí iremos sacando fuerza para la entrega.
El alma tiene que ser calentada con la presencia de la Eucaristía, y si se quita esta presencia, comienza a ponerse tibia y después fría como un témpano. Sin la gracia de la comunión frecuente y fervorosa no podemos esperar más que tibieza y desilusión. Pero es preciso huir de la rutina. Porque si abrimos el alma a influencias y aficiones de este mundo, hasta que constituyan un total apego, esas cosas son las que nos llamarán del todo la atención y no la Eucaristía.
De la Comunión hemos de conseguir la gracia para llegar a la santidad.
Dios se nos da. No somos nosotros los que primero amamos a Dios, sino El quien nos ha amado. Una vez que nos hayamos dado cuenta de esta realidad, comprenderemos mejor cómo debemos apreciar la Eucaristía. Cada recepción de Jesús en nosotros hace que nos parezcamos más a El y que por consiguiente nos entreguemos enamorados a la obra de la evangelización directa.
Lo maravilloso es que Jesús va transformando poco a poco el alma y la hace más semejante a El mismo, cada vez que comulgamos con total disposición. Jesús obra silenciosa, pero eficazmente dentro del alma. El ejemplo del enamoramiento eucarístico se difunde con fuerza delicada: como el calor suave de la primavera. Así se ha llegado durante largos años a la transformación plena de grandes sectores de nuestra Iglesia.
José María Lorenzo Amelibia
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