He asistido a una clase de escuela de oración que dirige un amigo mío. Creo que no hay tiempo mejor empleado que participar en los actos comunitarios de estos talleres del aprendizaje del amor con Dios. Había pocas personas, y todas ellas muy centradas, como absortas en lo que el sacerdote les iba diciendo. Los momentos de silencio impresionaban tanto o más que los de escucha fervorosa. Pero algo que me ha llamado profundamente la atención es el tema del día: el dolor.
Con voz pausada, envuelta en la unción de almas convencidas, mi amigo el sacerdote dejaba desgranar ideas como éstas:
A lo largo de nuestra vida, nos tropezamos con muchos obstáculos que no nos dejan encontrar la paz espiritual. Uno de ellos es el propio sufrimiento. Nos da a todos un poco miedo incluso pensarlo. Al llegar a este mundo, y, sobre todo, a cierta edad, el hombre se encuentra con el telón de fondo que ya nunca desaparecerá de su vista: el dolor; y después la muerte. La única manera de vencer estas dificultades es coger al toro por los cuernos, y a la vez abandonar toda resistencia.
Es necesario, sí luchar, pero siempre aceptando la voluntad de Dios que en su providencia va disponiendo para nosotros lo mejor. ¡Se vive una sola vez! Y nos gustaría que nuestra existencia estuviera rodeada de bienestar, placer, paz y bonanza. Nos encantaría pasar a la vida eterna como en un viaje delicioso, como quien, en una excursión placentera, se dirige a una ciudad maravillosa.
Dios en su providencia ha dispuesto el dolor, y ha dejado en la misma naturaleza remedios para la enfermedad, medicinas y médicos, regímenes y tratamientos. Pero estamos en uno de los principales misterios de nuestra existencia, piedra de escándalo de muchas personas. Para abundar más en el misterio y encontrar pistas de solución, nos dice nuestra fe que la cruz y el dolor son grandes regalos que Dios nos otorga para nuestra santificación.
Citaba nuestro amigo el sacerdote fervoroso, después de hacer
estas consideraciones, unos textos de Isaías y unos versículos del Evangelio de Jesús en el Huerto de los Olivos, y ayudaba a sus fieles a practicar su oración personal, exhortándoles ponerse en la presencia de Dios, a relajarse, a centrar su mirada en el sagrario, donde el Maestro les espera. Les decía así:
- Centra tu atención en tus actuales dolores y enfermedades, y
acéptalos uno por uno. Aunque no tengas ganas, abandónate en Dios, lleno de sabiduría y amor. Dile: Padre, me entrego confiado en tus brazos. Repítelo con suavidad varias veces. Y purifica lo más profundo de ti mismo. Dialoga con Cristo sin prisa.
Permanecieron los fieles largo rato en silencio; al final cada uno expuso en voz alta sus peticiones o sus propios pensamientos.
A mí me gusta repasar de vez en cuando estos apuntes que tomé en aquella sabrosa meditación. Ojalá también a ti te sirvan de algo.
José María Lorenzo Amelibia
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