Desde la perplejidad: ¿Fue Jesús manso o un revolucionario?

Unos contemplan a Jesús que exhorta a imitarle en su mansedumbre y humildad (Mt 1,29 ), mientras que a otros les atrae el Cristo liberador, revolucionario y hasta guerrillero por su radicalidad en las exigencias, su rebeldía ante la ley y por la coherencia que vivió y exigió a los discípulos.
Las dos alternativas se complementan ¿Existe oposición entre el Jesús de la mansedumbre y el Cristo de la revolución? No porque la primera alternativa (manso Jesús) “revoluciona” la autoestima de la persona, y la segunda (Cristo revolucionario) el modo de comportarse con el prójimo. Son dos manifestaciones que surgen de la misma fuente: el Dios que revela en Jesucristo y con toda fuerza su amor, verdad, justicia, libertad y paz.
Este artículo centra la atención en el Jesucristo “revolucionario” pero en uno de los significados que da el Diccionario de la Real Academia para “revolución”: “cambio rápido y profundo en cualquier cosa”. Aquí “la cosa” es el mundo a quien va dirigido la Buena nueva de Jesús. Por supuesto que no le aplicamos a Cristo otros significados de revolución como el de ”cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación”, o la definición de revolucionario como “alborotador, turbulento”.
Jesús, máxima revelación de Dios, manifestó a la vez el cambio profundo en los valores personales frente al orgullo con su mansedumbre y humildad. Y en sus relaciones sociales, introdujo un cambio profundo impulsado por sus criterios sobre el amor y la radicalidad, opuestos a la falsedad, la injustica y la incoherencia.

Las relaciones interpersonales bajo el amor La revolución que Cristo testimonió y predicó sobre el amor fraterno consistía en ver a Dios en el prójimo y en tratarle como lo haríamos con Dios mismo sin poner límites ni fronteras.
Cierto que en el Antiguo y Nuevo Testamento el amor a Dios y al prójimo aparecen fusionados. Desde los comienzos, el Pueblo elegido sabía que el mandamiento del amor de Dios se completaba con el segundo mandamiento: «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). Pero Cristo, con su obra y doctrina, llegó hasta las raíces del amor fraterno y lo enriqueció de tal manera que entre el amor a Dios y al prójimo no sólo no hay oposición sino que existe la unidad y la dependencia. Así lo expresa la primera carta de Juan: «quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Quien ama a Dios, ame también a sus hermanos» (1 Jn 4,20.21).
Más aún, Cristo revolucionó el amor al prójimo porque lo extendió a los enemigos. Y porque Él mismo se identificó con el prójimo poniéndose como ejemplo: «os lo aseguro: todo lo que hicisteis con uno de estos hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Y mandó: «que os améis los unos a los otros, como Yo os he amado» (Jn 15,12).

Manifestaciones del amor fraerno según Cristo. Ante todo está el amor al enemigo, núcleo de la «revolución» cristiana que tiene su raíz en el amor de Dios Padre que hace llover sobre justos y pecadores (Mt 5,45). El Antiguo testamento exhortaba el amor al enemigo (Éx 23,4-5; Prov 25,21), pero Jesús elevó el precepto a ley fundamental de la Nueva Alianza y como distintivo del cristiano. Ante la ley del talión, el Maestro Jesús prescribe: «mas yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por quienes os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial»(Mt 5, 35-48)
Tambien el amor según Cristo se manifiesta en el perdón y en la reconciliación. Ante la ofensa recibida, la venganza (o represalia) suele ser la respuesta ordinaria, pero Jesús exige perdonar como la condición para obtener el perdón de Dios: «si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6,14-15; cf. Mt 6,12; Rom 5,8ss). Es tan importante el perdón (darlo o pedirlo) que es una de las peticiones del Padrenuestro: «perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
El amor fraterno de la Buena nueva incluye personas y tareas. No se trata de amar con simples palabras sino con hechos (1 Jn 3,18), entregándose a un servicio humilde y ferviente a ejemplo de Cristo. No basta el espíritu, hay que darse realmente a los demás (Jn 13,17), unir amor cordial con sacrificio de sí mismo (1 Jn 3,16), como el buen samaritano (Lc 10,29-37); perdonando sin límites (Mt 18,21-22) y aceptando de buen grado la renuncia a los propios derechos (Mt 5,37-38). En el amor cristiano no hay límite pues «nadie tiene mayor amor que éste: dar uno la propia vida por sus amigos» (Jn 15,13; cf. 1 Jn 3,16).
En este amor sin límites existe, según Jesús, unos preferidos que son los pobres realzados en su dignidad al identificarse Cristo con ellos: las obras de misericordia tienen un receptor secreto: «a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Y es severa la condena del juez para quien no hizo el bien -no amó- a los necesitados: «¡apartaos de mí, malditos, al fuego eterno! Porque tuve hambre y no me disteis de comer» (Mt 25,41-42; cf. 1 Jn 3,17-18).

La revolución de Jesús: la dignidad humana sobre algunas normativas
Junto al amor, Jesús propugnó un cambio profundo, revolucionario, cuando defendió la dignidad y la libertad de la persona frente a determinadas normativas tradicionales. Él buscó la esencia de la ley y la redujo al amor en un ambiente religioso donde la observancia de dicha ley se consideraba como la mediación esencial en la relación del hombre con Dios. Por eso, violar la ley era una respuesta grave para un judío.
Por defender la dignidad de la persona libre, Jesús quebrantó la ley religiosa de su pueblo repetidas veces: toca a los leprosos (Mc 1,41), cura intencionadamente en sábado (Mc 3,1-5; Lc 13,10-17; 14,1-6), defiende a sus discípulos que no se comportan de manera legal (Mc 2,15), declara puros todos los alimentos (Mc 7,19), e interpretó de modo personal la legislación de Moisés sobre el privilegio que tenía el varón para separarse de la mujer (Mc 10,9). Por defender la dignidad de Dios, Jesús se arrogó el derecho de expulsar a los comerciantes del templo convertido en cueva de ladrones (Mt 21,12-13; Mc 11,15-16; Lc 19,45; Jn 2,14-15).
Otras respuestas.Y junto a las discrepancias legales, otras respuestas contra el “orden” establecido: Jesús acoge también a los paganos, es decir a los no judíos, conversa con las prostitutas, cena con Zaqueo, afirma que no ha venido a traer la paz porque en adelante habrá división en la familia (Lc 12,51-53), critica con dureza a los dirigentes religiosos y realiza una serie de acciones que suscitan la crítica de ser “un comilón y un bebedor, un amigo de publicanos y pecadores". Hasta sus parientes pensaban que Jesús estaba loco (Mc 3,21). Y en otra ocasión se dice que los parientes y los de su casa despreciaban a Jesús (Mc 6,4).

La radicalidad, motor del cambio profundo (revolución)
Además del amor sin límites y de la dignidad personal ante la ley, Jesús manifestó en muchas ocasiones una actítud fuerte, revolucionaria. Él afirma que no se puede servir a dos señores (Mt 6,24); si tu ojo te escandaliza, sácatelo (Mt 5,29-30); a quien me niegue lo negaré (Mt 10,37); se salva quien cumple la voluntad del Padre y no quien se limita a decir «Señor, Señor» (Mt 7,21). A los que quieren seguirle les pide, como al joven rico, querer, vender, dar y compartir la vida con él (Mt 19,16s). A los discípulos: les exige la separación de la familia (Mt 4,18-22), "sígueme y deja que los muertos entierren a los muertos" (Mt 8,22 par); "si uno quiere ser de los míos y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,26-27). Más aún, al posible seguidor no le permite la duda: "el que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios" (Lc 9,62).
Jesús como ejemplo.La radicalidad que exige a otros está presente en su vida, respuesta fiel a la voluntad del Padre. Como ejemplos: la respuesta al ser tentado en el desierto, cuando lava los piés a sus discípulos o en Getsemaní al aceptar la voluntad del Padre. Toda su actividad es una manifestación del profundo amor que profesa al Padre. Jesús hace siempre lo que agrada al Padre (Jn 8,29); «el mundo tiene que comprender que amo al Padre y que cumplo su encargo» (Jn 14,31). Y de hecho Jesús muere por el Padre (Mt 27,46-50), da la vida por sus ovejas, como se lo mandó su Padre (Jn 10,1-21).
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